Un individuo mató el domingo a un niño de 11 años que estaba jugando en el polideportivo de su pueblo. Ese es el hecho. Eso es lo que ha conmocionado al país. Ayer la Guardia Civil detuvo a un hombre de 20 años, que ha confesado ser el asesino. Ha ocurrido que, ya el domingo por la mañana, cuando no se sabía nada, empezaron a circular bulos señalando a todo un colectivo. A los inmigrantes. El bulo corre más deprisa que el dato: porque necesitamos explicaciones, porque tiene apariencia real -a veces simula ser el pantallazo de un periódico de verdad-, y porque se alimenta sobre todo del miedo. Y ha tenido que ser el portavoz de una familia atravesada por un dolor que no podemos siquiera imaginar el que salió a frenarlos. Se ha visto cómo funciona la cosa: el bulo se lanza en el primer momento, cuando todo es confusión y la información de verdad necesita tiempo para ser contrastada. Se instala la duda y el odio. Quienes lo lanzan -a menudo desde el anonimato- cuentan lo que en teoría se nos quiere tapar, porque nos toman a los demás como esos idiotas que nos creemos cualquier cosa. Y dirán: pero eso son las redes, no es la realidad. No lo es. Hay una diferencia abismal, porque las redes premian al más polémico: dan visibilidad al que grita. Sin embargo, nos informamos cada vez más por las redes. Lo que se dice en redes genera un clima y tiene efectos. Por haber frenado los bulos, hubo quien empezó a atacar en redes al portavoz de la familia. Le atacaron a él. Por la tarde le entrevistaron en la COPE. Y lo contó. Mensajes de odio para el primo y portavoz de una familia a la que acaban de matar a un niño de once años. Por decir que esto no tiene que ver con ideologías o etnias. Por salir a frenar los bulos. Podrá decirse que son sólo las redes y son sólo unos pocos. ¿Cuántos tienen que ser, entonces? ¿Y qué se tiene que hacer? ¿Asumir que eso es lo normal, lo inevitable? El mundo no son las redes. Por suerte y desde luego. Pero que sea un mundo virtual no significa que sea un mundo de ficción.