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Venecia 2024 | 'The Brutalist', una monumental crónica que rompe el glamour del sueño americano capitalista

Adrien Brody protagoniza esta épica propuesta del fracaso del sueño americano en las carnes de un superviviente del Holocausto que emigra a Estados Unidos

Fotograma de 'The Brutalist' con Adrien Brody y Felicity Jones

Venecia

Es difícil contar una vida entera en el cine. Resumir aquellos hechos destacados de la biografía de alguien, ya sea un tipo común, un personaje histórico, un mafioso o una gran artista y condensarlos en un filme. Hay excepciones brillantes, como las de El Padrino de Coppola, el Novecento de Bertolucci o Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson que, además de contar a un personaje y sus andanzas, cuentan un país entero, un momento político concreto. Brady Corbet, actor y director de películas como Vox Lux o La infancia de un líder también estrenadas en este certamen, acaba de bordar uno de esos retratos que condensan una generación, una época y cuya historia habla también del presente. The Brutalist ha sido toda una sorpresa en este Festival de Venecia, una película redonda y rotunda, que sorprende al espectador y que lo maneja a su antojo para que recorra la vida de su personaje y las miserias de un país que sigue tratando a los migrantes como entonces.

Laszlo Töth es uno de los millones de refugiados que huyeron del fascismo en la Europa de la Segunda Guerra Mundial llegando a Estados Unidos, la tierra de las oportunidades. Sin embargo, allí encontraron el capitalismo. Un sistema que les dio libertad, pero una libertad condicionada al dinero, a la explotación y a la desigualdad y donde el racismo era más grande de lo que quieren reconocer. Es lo que ha querido contar el director, tal y como explica en la rueda de prensa, donde se ha mostrado muy emocionado al haber conseguido levantar este proyecto. Una película de tres horas y media, con descanso de quince minutos incluido, con partes en blanco y negro y donde se escucha el inglés en diferentes acentos, el húngaro y hasta el italiano. Pero además, está el hecho de que ha decidido rodar este épico drama en 70 milímetros, consiguiendo una textura del cine clásico de aquella época, con su imperfección, su encanto. Esto es también algo interesante, pues esos años, los de la construcción del Estados Unidos actual nos la ha contado el cine y la televisión, edulcorando los hechos, mostrando los relatos de éxitos, de aquellos inmigrantes que lo conseguían todo, que se hacían millonarios. Corbet utiliza ese modo de narrar para enmendar completamente aquel relato.

Adrian Brody interpreta con un carisma brutal, en una interpretación que debería darle su segundo Oscar después de El pianista, a este arquitecto judío húngaro que sobrevive al holocausto y amiga a Estados Unidos, mientras su mujer se ha quedado en atrapada en Europa. Su forma de encarar al personaje es desde la dignidad, yendo de los momentos de esperanza a los de desesperación y rabia, mostrando en su rostro el trauma de una generación. El actor habla el idioma de sus abuelos y de su madre, emigrante húngara y artista, como su personaje. Para ninguna la vida ha sido fácil en su nuevo hogar. El personaje, este arquitecto, se muda a Pensilvania para trabajar en la construcción. Es el momento de crear casas, ciudades, de hacer grande América. Trabaja y malvive, como el resto de perdedores, entre ellos un padre y un hijo afroamericanos que como él, duermen en albergues. Un problema que, lejos de solucionarse, es una de las grandes lacras de la sociedad americana de hoy. Su vida cambia. Quizá por su talento como artista, quizá por suerte, quizá por interés del sistema, el caso es que un millonario queda obnubilado por su historia, le da trabajo y le ayuda a traer a su mujer. Y hasta aquí vamos a contar.

El guion es completamente inventado, por el director y su pareja, la cineasta noruega Mona Fastvold y es desde la ficción como consiguen contar el retrato más fidedigno hasta la fecha de lo que fue la inmigración después de la Segunda Guerra Mundial. La película habla de aquellos artistas que no pudieron realizar su sueño, que no pudieron plasmar sus visiones. Es una lectura totalmente anticapitalista de El Manantial, el filme de King Vidor, que hablaba de la integridad de un arquitecto, que representaba las ideas en torno al individualismo, como la gran cualidad civilizatoria, de la escritora Ayn Ann. Es como si Corbet y Fastvold quisieran enmendar todo aquello, decirle a Estados Unidos que el individuo está a merced del sistema capitalista, que no hay esfuerzo que valga, porque el capital, encarnado en el personaje de Guy Pearce, un empresario hecho a sí mismo, por mucho que parezca que te ayuda, siempre acabará dándote la patada, vampirizando el trabajo del empleado, en este caso un artista del que se compadece por haber vivido el nazismo. "Este país está podrido", dice el personaje que demuestra que integrarse en América no fue tan fácil.

Es cierto que el cine está lleno de relatos que abren brechas en el discurso del esfuerzo y la meritocracia, que muestran la cara b del sueño americano, sobre todo en historias sobre refugiados y migrantes. De hecho, uno de los miembros del jurado firmó una película sobre esto, The Inmigrant o el mismísimo Sergio Leone en Érase una vez en América. Hay pocos tan personales como el que propone The Brutalist, cuya narración abarca desde los años cuarenta hasta los ochenta, toda una vida. Cuenta los éxitos y fracasos de este artista, para el que el director se ha inspirado en el estudioso de la arquitectura Jean-Louis Cohen, y quiere homenajear el trabajo de los arquitectos de la Bauhaus -que fueron exterminados por el nazismo- y del brutalismo, estilo minimalista influenciado por el socialismo, que trata de plasmar en sus obras, las que le encarga un señor rico que solo quiere florituras y obras megalómanas.

Para todo ello, el director propone un apabullante despliegue visual (cámara en mano en algunos momentos, composiciones arquitectónicas en algunos planos, montaje al ritmo de la música, mezcla de formatos) con imágenes que tienen más de un significado, como ese fotograma del inicio con la Estatua de la Libertad bocabajo, o ese plano impresionante de las canteras de Carrara, ciudad de los Alpes italianos donde, desde tiempo de la antigua Roma, se extrae un mármol único, que este arquitecto necesita para una especie de edificio comunal y religioso que quiere levantar su rico mecenas. Corbet utiliza falsos noticieros que cuentan los hitos del empresario y su arquitecto, que contextualizan las políticas de cada década: la construcción desaforada, los planes para recibir a los refugiados judíos, el establecimiento del Estado de Israel en Oriente Medio, etc.

The brutalist explora también el trauma que conlleva sobrevivir al horror y a la violencia, pero también cambiar de vida, de país, de nombre, de idioma. Todo tenía que ser nuevo, había que perder hasta la religión, como muestra el primo del protagonista, casado con una católica, pues ni el catolicismo, ni el protestantismo se salvan de la mirada crítica de Corbet que firma a un personaje al que no quieres abandonar en ningún momento, pero que tiene sus claroscuros, un artista que utiliza el dolor en su arte, que tiene que enfrentarse al poder del dinero, casi como un cineasta en nuestros días, decía el director que contando la vida de este judío ha contado la de muchas víctimas no solo del holocausto, sino de cualquier migración forzada, incluso víctimas del capitalismo.

 
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