Si no tuviésemos recuerdos, no tendríamos ilusiones
Hay algo hermoso en este eterno retorno por el cual los veranos de la vida ya se nos van acumulando en la memoria, como la arena que deja la playa en las páginas de un libro
Si no tuviésemos recuerdos, no tendríamos ilusiones
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Solo han pasado unos días, y las vacaciones ya me parecen algo lejano, borroso y breve como el gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo.
A mí me gustaría decir que el final del verano es una estación muy prestigiosa y muy poética, pero en realidad tenemos el mismo calorón sin esa cura para el alma que nos da el color azul piscina. Y también me gustaría decir que la rentrée me coge con la misma exaltación de espíritu con que José Luis Escrivá estará colocando los bolis en su mesa de caobo del Banco de España, y, sin embargo, no es así.
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Porque solo han pasado unos días, sí, y ya recuerdo con pesar esas semanas en las que las siglas importantes en mi vida no eran las del CGPJ sino las del JB. Solo han pasado unos días, y los interrogantes que definen una existencia ya han cambiado: donde antes te preguntaban “¿otra cañita?”, ahora te preguntan “¿me pasas el PDF?”, o, supremo horror, “¿hacemos una videollamada?”
Así están las cosas. Y, a la vez, hay algo hermoso en este eterno retorno por el cual los veranos de la vida ya se nos van acumulando en la memoria, como la arena que deja la playa en las páginas de un libro.
Si no tuviésemos recuerdos, no tendríamos ilusiones, y allá a lo lejos ya se va gestando otro agosto en el que vivir será de nuevo estar con los pies en el agua y no con los ojos en un excel. Una amiga me dice: “se me ha ido el moreno”. No te preocupes, mujer. Ya vendrá otro.