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Las piezas

"Un día que aparté la vista de los apuntes de clase, me di cuenta de que, en unas calles misteriosas, estaban abriendo las primeras academias de informática"

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Barcelona

Este verano estuve a punto de actualizarme. Me dije, mira, tío, deja de referirte a cosas de los años setenta, y entra en los años ochenta. Pero, tan, tan moderno, qué quieren que les diga, yo no lo soy. Los años ochenta fueron una estafa. Ahora, la gente recuerda canciones, películas, programas de televisión, acontecimientos de aquellos años ochenta. Incluso echa de menos aquella ropa. Iba a llamarla “manera de vestir”, pero esto es excesivo. Les prometo, como un ministro moderno tomando posesión del cargo, que entonces yo no me enteré de nada. Vivía conmocionado por todo lo que había visto y sentido en mis primeros años de existencia. Y, de repente, los fardones eran los de Miami Vice. Pero, a mí, me molaban el bigote de McCloud, la calva de Kojak, el pelo de Colombo, la sintonía de los Ángeles de Charlie. Un día que aparté la vista de los apuntes de clase, me di cuenta de que, en unas calles misteriosas, estaban abriendo las primeras academias de informática. Un amigo iba a una que estaba en Barcelona, y que se llamaba Cimprosa. Yo la llamaba Sofico. Me negaba a pronunciar ninguna palabra que antes no hubieran dicho mis mayores. Queriendo ser un clásico, estuve a punto de convertirme en un reaccionario. Me salvé por lo que tengo de zángano; pues, para reaccionar, hay que hacer algo. Yo ni iba a conciertos porque prefería escuchar la música tumbado. Mi madre me dice que tengo el arranque del gandul. Esto significa que, de golpe, paso de no hacer nada a levantar un palacio carolingio. La culpa de que me dé por hacer palacios la tiene el Exín Castillos. Con aquel juguete, aprendí que todo encaja en la vida sea como sea. Y que nunca faltan piezas; más bien, siempre sobran. Con las piezas que me quedan, invento una nostalgia y un pasado.

 
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