El sentimiento trágico de Angélica Liddell

Barcelona

En Angélica Liddell, el sentimiento trágico de la vida es trágico y es vida a la vez, y con eso no contaba Unamuno. No vivía en estéreo. Este verano, fui a verla al Grec, el festival de Barcelona. Presentó su obra Dämon. El funeral de Bergman. La está llevando a todas partes. Poco antes, la estrenó en Aviñón. Sobre aquel escenario, el palacio de los Papas, Angélica Liddell devoró la carne putrefacta de la crítica francesa como la superviviente de un naufragio. Estos días, Angélica Liddell ha representado Dämon en los Teatros del Canal, en Madrid. Y en nada, irá a París, al teatro de l'Odéon. Muy cerca de ese sitio, en una buhardilla del 21, rue de l'Odéon, el viejo Emil Cioran pasó los últimos años de su vida. Me quedé, una vez, plantado un buen rato en la acera de enfrente, a la espera de verle aparecer. Entonces, se abrió la vieja puerta de madera de la calle, y pasó visto y no visto alguien clavado a Cioran. Lo malo es que Cioran ya llevaba muchos años muerto. Pero Angélica Liddell, en su túnica blanca, o su bata blanca, o su déshabillé blanco, dando largos pasos sobre el escenario, no es un espectro. Es su propia carne agitada por la tragedia. Iba decir que es de carne y hueso, pero su esqueleto es una voz trágica. La voz que resuena en un funeral, como el de Bergman. La voz que invoca el sacrificio como acto poético. Así se titula un fascinante libro suyo. El sacrificio como acto poético. En la portada del libro, la palabra sacrificio ha sido perforada manualmente. Esa desgarradura se hace cada vez más honda en la garganta de Angélica Liddell, a la vez que exhibe su biografía descuartizada, o come carne de críticos, o muestra que un Papa no es más que un viejo impotente con zapatos rojos, o se reivindica como lo único que es: una artista.