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San Sebastián 2024 | Sandra Romero indaga en la familia, la clase obrera y el pueblo en su prometedor debut con 'Por donde pasa el silencio'

La directora andaluza emerge con voz propia con un drama áspero sobre las dinámicas familiares, la incomunicación, el amor y la toxicidad entre hermanos y la posibilidad de romper el círculo en esos entornos

Fotograma de 'Por donde pasa el silencio' / BTEAM

San Sebastián

Dice Alana S. Portero en su libro La mala costumbre que en las familias de clase obrera el amor se tiene en bruto. Es un amor latente que pocas veces se palpa, se gestiona o se comunica. El tiempo y las ausencias por el trabajo de sol a sol determinan las relaciones desde la infancia e, inevitablemente, en la madurez esa distancia afecta a las dinámicas familiares. Algo de esa idea hay en Por donde pasa el silencio, el debut de Sandra Romero que ha presentado en la sección Nuevos directores del Festival de San Sebastián. La directora andaluza explora en profundidad lo que ya se apuntaba en el corto del mismo título e indaga, sin concesiones, en una historia de tres hermanos marcada por el amor, los reproches, la incomunicación y la cuestión de clase.

"Andalucía tiene una manera de configurarse que es grupal, es familiar y creo que es casi una resistencia a lo individual, que es a lo que estamos tendiendo. Las familias son muy importantes, para lo bueno y para lo malo hay que estar ahí. Culturalmente hay que estar ahí. Pero también nos hemos criado mucho en la ausencia, hemos aprendido solos un montón de cosas. Ese amor es tan profundo y es tan intenso que se expresa de esa manera tan exigente. Es un amor que se ha configurado a través de la ausencia también. Es un amor no educado", explica la autora del origen de este largometraje que expande el universo de su anterior trabajo y abre el foco a toda una familia que se quiere mucho y se entiende poco.

El motor de Por donde pasa el silencio es la vuelta de uno de los hermanos, interpretado por Antonio Araque, al hogar familiar para los días de Semana Santa. Él se fue a buscarse la vida a Madrid, trabaja de camarero y lleva tiempo sin ver a su familia. A su regreso para los días de fiesta tiene que lidiar con el temperamento de su hermano gemelo por la enfermedad crónica que arrastra, con una hermana ahogada entre un trabajo precario y los cuidados, y con unos padres no muy comunicativos que no saben gestionar la impotencia de un hijo dependiente y frustrado. "A mí me interesan mucho las relaciones familiares, en concreto entre hermanos. Yo soy hija única, pero me he criado en familias en las que había hermanos muy numerosos, mis primos, entonces he pertenecido y no he pertenecido. Y de alguna manera empiezo a ver ahí que que yo quiero hablar de estas relaciones porque me parecen misteriosas, me parece que hay un amor profundo, me parece que hay unos límites que no están claros o tan claros como pueden estar en una pareja", cuenta.

La directora ha trabajado con actores profesionales como Mona Martínez y el propio Antonio Araque, amigo personal desde la infancia, y con los hermanos en la vida real de éste, Javier y María Araque, lo que ha convertido el proceso del filme también en una especie de psicoanálisis familiar. "Como directora me interesa un cine donde la gente se pone delante de la cámara y se abren en canal. Para ellos fue catártico y liberador también. Han sido muy generosos, ha habido mucha comunicación para llegar a hacer esta película y ellos mismos también han querido ser muy honestos con las emociones que están poniendo delante de la cámara. Antonio tenía su formación y nosotros lo que hicimos juntos fue aprender a dirigir actores no profesionales y ellos a saber interpretar, porque al final hay una interpretación de sí mismos. O sea, estamos en un set, hay un montón de gente, cortamos, comemos, nos tomamos un café, luego volvemos a la escena. Y sorprendentemente el texto es muy fiel a la última versión de guión", narra de un proceso que ha durado años y en el que han trabajado de forma conjunta.

Bajo ese amor y esa tormenta familiar, la película está llena de capas que conforman un ecosistema propio dentro de ese pueblo y esas casas pero que apela a una retrato social mayor. En un tiempo pospandémico en el que el cine español se interesó por el campo y lo rural como escape a un mundo en descomposición, Sandra Romero reniega de cualquier arcadia feliz y nos mete de lleno en las dinámicas de un entorno más cerrado. Están las tradiciones del pueblo con la Semana Santa, todo silencio y solemnidad, está la relación con la naturaleza y los animales, está la libertad de haber crecido de forma más independiente, está el afecto comunitario de un entorno más pequeño, pero también se manifiesta el pueblo como prisión, como un espacio del que es difícil salir entre drogas, fiestas y desesperanza. "Me importaba muchísimo poner cosas delante de la cámara que son mi entorno, que yo he vivido, que están ahí, pero no juzgarlas. Es decir, no hacer un juicio sobre eso, tampoco quitar las consecuencias de lo que eso tiene. En la película están presente las drogas, están presentes una serie de momentos que están viviendo los jóvenes que están en mi pueblo.. Eso tiene que estar delante de una cámara y no hay ni que dulcificar y ni tampoco juzgar. Es una realidad que está pasando y afecta a cómo nos configuramos", argumenta.

Para entrar en esas dinámicas, tóxicas a veces, pasionales otras, la realizadora sigue en todo momento la coreografía familiar con una cámara cercana, heredera de un realismo sucio, vivo, orgánico, conectado al presente de los personajes-actores. "Con la puesta en escena intuitivamente siempre quería estar muy cerca de ellos, porque son personas que también se hablan nariz con nariz, boca con boca, cuando se quieren y cuando se odian. Mi primera intuición como cineasta era estar cerca de ellos. La puesta en escena tiene mucho de eso, de estar cerca de los gestos compartidos, y de los que no lo son tanto. Y eso hizo que a la vez la película se empezase a volver opresiva", explica de sus decisiones de dirección que elevan una película que parece moverse en espirales sin salida. La espiral del amor, la del la rabia, la del resentimiento, la de la pasión, la del subidón, la de la resaca, la de la preocupación, la de la frustración, la del desánimo, la de la esperanza. Los tres hermanos habitan todos eso procesos sin muchas certezas.

La Écija de Sandra Romero, desde el campo, a sus casas y terrazas, trae una nueva mirada al cine español, no solo desde el espacio y sus contrastes, sino también desde lo político y lo cultural. Por donde pasa el silencio también habla de una Écija queer, de las masculinidades heredadas y rotas, de lo femenino y lo que desafía lo heteronormativo, del peso de determinadas tareas en las mujeres, como los cuidados. "Nsotros somos el grupo gay del pueblo. La película no va de eso, pero de alguna manera es importante que Antonio también fuese gay en la película. Antonio, aunque se ha configurado de una manera masculina típica, que la podemos ver reflejadas en otros personajes más, también tiene una parte en la que de alguna manera se le ve más conectado a las mujeres de su familia. Por ejemplo, a su hermana", razona sobre esta voluntad de ir más allá de un retrato estereotipado y abarcar con una mirada propia la diversidad.

También lo hace con el acento, con la reivindicación de un hablar andaluz tan acostumbrado a aguantar mensajes clasistas cuando sale de sus fronteras, y con la defensa de que el cine se abra a reflejar con honestidad a la gente común. "A mí me parece que hay una oralidad que es muy importante culturalmente y que creo que se configura en este tipo de familias, en este tipo de clase, que a mí me parece preciosa y que no está tanto en los libros. Es una cosa de transmisión oral. Alguna gente me dice que no los entiende. Yo sí lo entiendo y sí que creo que a mucha gente le pasa que no está acostumbrada a escuchar a personas hablar así en una sala de cine y creo que deberíamos escuchar a más personas", defiende.

Si algo atraviesa toda esta historia es la cuestión de clase. El reflejo de una familia obrera agota, que ha ido dejando en un limbo sus problemas y que sigue adelante, como siempre, con un plato en la mesa para quien venga. Y esto conecta con el propio debate que desde hace algunos años se ha abierto en el cine español sobre quién accede a hacer cine y desde qué posición mientras más autores de la generación de la educación pública van rompiendo esa barrera. "En el cine tiene que haber también otras presencias y la única manera de retratar a la clase obrera es desde la clase obrera y con la clase obrera. Me ha costado muchísimo, siempre digo que tengo mucha suerte de que esta película pueda salir ahora, porque yo dentro de tres años no sé si podría haber seguido dedicándome al cine. Yo no tengo la capacidad de mantenerme y a la vez seguir formándome con lo exigente que es el trabajo de director", concluye Sandra Romero, que estudió en la ECAM gracias a un préstamos que tuvo que pedir su padre y ha sacado este proyecto con la ayuda del programa de CIMA Impulsa y de la Residencias de la Academia de Cine, donde contó con el apoyo de cineastas como Carla Simón y Javier Rebollo. La directora andaluza emerge con voz propia en el nuevo cine español con este drama áspero que indaga en la complejidad y el misterio de las relaciones familiares, en la culpa de los que se fueron y en la incapacidad de los que se quedaron para romper el círculo.

 
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