Sin perdón
Resignarse a vivir en una sociedad en la que el perdón se considera una debilidad y que ya no cree en que todo el mundo merece una segunda oportunidad es un retroceso histórico descorazonador
Madrid
Quizás porque veníamos de un tiempo oscuro en el que la Justicia era habitualmente cruel, arbitraria e injusta, a partir de la Transición fue un principio comúnmente aceptado que en un Estado de derecho las penas de cárcel debían ser proporcionadas y orientadas a la reinserción social de los delincuentes, no exclusivamente a su castigo. Y, en todo caso, siempre se debía proteger la dignidad de los presos, así como el resto de los derechos fundamentales que no hayan sido suspendidos expresamente por su condena.
Quizás a algunas personas esto les suene a ese buenismo zapateriano tan denostado hoy, cuando hasta las buenas intenciones se han convertido en materia sospechosa. Pero no, no es una idea producto del pensamiento débil, ni un episodio más de las guerras culturales, ni un invento de la izquierda como dicen algunos que es la justicia social. Es más sencillo. Está en el artículo 25 de nuestra Constitución. Vale la pena releerlo.
Por eso tiene interés que nos preguntemos cuándo empezó la sociedad española a volverse tan proclive a exigir penas incluso más duras de las que contempla el Código Penal. No hay que olvidar que ya el Gobierno de Mariano Rajoy impulsó en 2015 su reforma para incluir la discutible figura de la prisión permanente revisable para casos especialmente graves. Una decisión que se produjo casi cuatro años después de que cesara el terrorismo etarra.
No cuesta entender que algunos crímenes horribles, cuya onda expansiva se agranda y perdura por el inevitable impacto mediático, exacerben la rabia y la ira insuperables del entorno de las víctimas, a quienes acompaña una amplia empatía ciudadana. Pero tampoco podemos olvidar que, más allá del legítimo dolor y necesidad de reparación y memoria a nivel individual, deslizarse por la pendiente emocional de la venganza puede socavar algunos valores primordiales de la convivencia. Se puede -a veces inevitablemente- vivir en un rencor imperecedero, pero nada bueno aporta al interés general como sociedad prescindir de la generosidad y el espíritu de reconciliación, porque son componentes necesarios para cualquier futuro común.
El populismo, aunque lo parezca, no ha nacido con internet y las redes sociales. Ha existido siempre. Dejarse llevar por la ira colectiva, por el prejuicio tribal, por la rabia infinita de las víctimas, ha sido una tentación que acompaña al ser humano desde el principio de los tiempos. Son reacciones comprensibles, pero sus consecuencias suelen ser desafortunadas e injustas.
Es posible que la exposición permanente y en tiempo real a tantos dramas bloquee nuestra sensibilidad y altere nuestra percepción. Sin embargo, tal vez sería conveniente volver a pensar, como lo hicieron sabios juristas y sólidas instituciones de todo el mundo, en que el Estado de derecho necesita preservar su superioridad moral y no enfrentarse a los delincuentes más que con los instrumentos de la proporcionalidad, la contención y la fe innata de la democracia en la capacidad de todas las personas para convertirse en ciudadanos.
No se trata de ignorar que hay casos de difícil reinserción y que representan riesgos que deben ser controlados. Pero resignarse a vivir en una sociedad en la que el perdón se considera una debilidad y que ya no cree en que todo el mundo merece una segunda oportunidad una vez saldada su cuenta con la Justicia parece un retroceso histórico descorazonador.
Aunque, en el fondo, tampoco es tan raro en estos tiempos en que hasta los fundamentos más elementales del progreso social se ponen en cuestión. Pero, como en tantos otros asuntos, no bastará con lamentarse para recomponer la situación, si es que puede recomponerse. Hará falta mucha pedagogía, mucha discusión pública y mucha reflexión calmada para decidir si queremos seguir por la vía de lo que los constituyentes escribieron hace casi medio siglo o nos dejamos llevar hacia la irracionalidad y el autoritarismo más o menos encubierto.
José Carlos Arnal Losilla
Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...