La muerte y la vida en el desierto de Sonora
La muerte y la vida en el desierto de Sonora
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Scott Larson, un voluntario que ayuda a migrantes en la frontera de Estados Unidos y México, se cruza en el desierto con Víctor, un joven mexicano, que le pide que le lleve a la ciudad más cercana
Tucson, Arizona
Cuando apareció entre los arbustos del desierto de Sonora, en la frontera sur de Estados Unidos, llevaba gorra, camiseta, pantalón y mochila con estampado de camuflaje. Buscaba pasar desapercibido entre el paisaje, evitar que la patrulla fronteriza, que estaba a tan solo unos metros, le viese. Víctor, un joven de 24 años, estaba sudado, lleno de polvo y tenía los ojos muy abiertos. Eran cerca de las dos de la tarde de un sábado del mes de julio. La temperatura rondaba los 45 grados.
Al verle, Scott Larson paró el coche. Por el retrovisor, vio cómo Víctor se acercaba arrastrando los pies.
“Disculpe, ¿me pueden llevar?”, preguntó el chico con timidez en cuanto Scott abrió la puerta.
El conductor se bajó del coche, vigilando de reojo a los agentes de la patrulla fronteriza, sorprendido de que aún no les hubieran visto, ahí parados, en una carretera que cruza el desierto y por la que apenas circulan vehículos. Para entonces, Scott estaba a punto de terminar su jornada de voluntario con la organización Humane Borders (Fronteras Compasivas), que ayuda a las personas que cruzan la frontera entre México y Estados Unidos. Organizan, desde la ciudad fronteriza de Tucson, viajes al desierto con voluntarios. Su principal objetivo es llenar de agua unos tanques que han colocado estratégicamente en las rutas que utilizan los migrantes para que, si lo necesitan, puedan beber agua y no morir deshidratados. Saben que funciona porque, cuando van a llenar los tanques, se los encuentran medio vacíos y rodeados de mochilas, ropa o botellas de plástico.
En lo que va de año, cerca de dos millones de personas han cruzado la frontera que separa México de Estados Unidos. En 2023, lo hicieron 2,5 millones. Durante décadas, distintas administraciones, ya sean del partido demócrata o republicano, han intentado evitarlo, construyendo una enorme barrera metálica, colocando concertinas, desplegando más agentes y restringiendo el derecho al asilo, pero nada impide que miles de personas, huyendo del colapso económico y de la violencia crónica de sus países, intenten llegar a Estados Unidos. Cada vez más, vienen con sus familias e hijos, y la mayoría lo hacen por esta zona de la frontera.
Es un asunto tan politizado, tan determinante en campaña, que en 30 años el Congreso ha sido incapaz de acordar una reforma migratoria. Como consecuencia, las políticas y las estrategias de los agentes que patrullan la frontera cambian constantemente, al gusto de cada administración, y, con ellas, también lo hacen las rutas y los planes de los migrantes y sus guías para cruzar y evitar ser capturados. Los voluntarios que recorren la zona tienen que mantenerse al tanto de esos nuevos planes para poder adaptarse con rapidez y dirigir su ayuda hacia donde más se necesita. “Es un juego constante, como buscar una aguja en un pajar”, dice Scott. Hace unos meses, las diferentes organizaciones volcadas en lo que ocurre en el desierto detectaron que cada vez más personas utilizaban una zona de la frontera para cruzar, y montaron un campamento improvisado con carpas y voluntarios para proporcionar una primera asistencia a los que acaban de llegar. Ese sábado, el viaje de Scott al desierto consistía en eso: acercarse a esa zona de la frontera para llevar agua, recoger basura y ver si había alguien que necesitaba ayuda.
Acto I: El encuentro
La mayor parte de la jornada, que arranca a las seis de la mañana, consiste en conducir. Primero, por una carretera de dos carriles que cruza una enorme explanada de la que no se ve el fin: el desierto de Sonora. Después, por una vía sin asfaltar que empieza cerca del pequeñísimo pueblo de Sasabe y que circula en paralelo al muro que construyó el expresidente Donald Trump al final de su mandato. Es ahí donde el viaje se complica: es una carretera intransitable sin un vehículo cuatro por cuatro, con colinas tan empinadas que da la sensación de que el coche se va a rendir a mitad del camino. A veces, de hecho, ocurre, obligando a Scott a retroceder marcha atrás hasta el final de la colina y volver a arrancar. Es como conducir por la pista de una montaña rusa.
Scott agarra con fuerza el volante, las manos le tiemblan con el traqueteo que provocan los baches. Vivió durante 23 años en Nueva York, pero se mudó a Tucson y desde hace año y medio colabora con Humane Borders prácticamente cada sábado. Decidió lanzarse a ayudar en un intento, también, de sentirse mejor consigo mismo, consciente del privilegio y la ventaja que supone ser un hombre blanco en América. “Hay personas que lo arriesgan todo para venir aquí y tener una vida mejor. Si hay algo que yo puedo hacer para ayudarles, lo voy a hacer”, explica. Se emociona cuando reflexiona sobre la desigualdad, sobre la desesperación que lleva a las personas a recorrer miles de kilómetros andando bajo el sol abrasador de Arizona. Hace pausas largas al hablar. A veces, le tiembla la barbilla, como tiembla cuando estás a punto de romper a llorar.
Al principio, le costó acostumbrarse a las condiciones extremas del desierto, al calor sofocante que él describe como “implacable”. “No hay forma de escapar de él. Tu cuerpo está perdiendo agua constantemente”, cuenta. Pero Scott solo pasa unas horas allí, y siempre con la posibilidad de refugiarse en un coche con aire acondicionado. Los que cruzan intentando pasar desapercibidos tienen que andar durante días o semanas.
Para ellos, la caminata suele empezar ya en territorio estadounidense, al cruzar la línea que separa México de Estados Unidos. Los guías, o coyotes, conducen a los grupos hasta un punto determinado, donde está previsto que les recoja un coche. Para llegar ahí, tienen que subir colinas, saltar vallas, cruzar carreteras, esquivar cactus, y todo evitando a los agentes que patrullan la frontera. El pico de una montaña cercana les sirve de guía, es como un colmillo afilado que se ve desde diferentes puntos del desierto. Se llama Baboquivari, y es un lugar sagrado para la comunidad nativa de los Tohono O’odham. A veces, los migrantes acaban, sin saberlo, cruzando esa reserva indígena, o entrando en propiedades privadas, como ranchos con ganado. Es fácil observar el rastro que los grupos dejan en el desierto. En un pequeño paseo por las colinas se encuentran camisetas pegadas a la tierra, a punto de deshacerse por el sol, bolsos, pasta de dientes, mantas, billetes de avión, tarjetas de identidad y decenas de botellas de plástico, algunas llenas de pis, que a veces beben cuando ya no les queda agua y no tienen otra opción. También llevan garrafas recubiertas por cinta adhesiva negra, para evitar que el plástico transparente brille con la luz del sol o de la luna, y que, gracias a eso, los agentes les localicen en el desierto. Muchos no sobreviven al camino. Hay voluntarios que colocan cruces de colores en los lugares donde saben que ha muerto alguien. Algunas se ven desde la carretera.
No toda su familia y amigos comprenden por qué Scott hace lo que hace, y más de una vez les ha tenido que explicar que las fresas baratas que compran en enero las han recolectado personas como las que él intenta ayudar; que los que limpian las habitaciones de hotel y los que cocinan en los restaurantes también; que Estados Unidos los necesita para que la economía funcione. Y que, de hecho, todos somos, de alguna manera, migrantes. Pero, por lo general, evita las discusiones y el enfrentamiento, que le generan frustración, y se concentra en que sus acciones tengan alguna consecuencia positiva. “No quiero estar enfadado, frustrado y negativo todo el tiempo. Quiero hacer cosas buenas”.
Por eso, cuando Víctor le preguntó si podía llevarle a la ciudad en coche, Scott quería contestar con un sí, con un “claro, sube”, pero tuvo que explicarle, en cambio, que no, que eso que él le estaba pidiendo y que parecía la solución más lógica, era ilegal.
“Lo sé, lo sé”, contestó Víctor al escuchar la respuesta. “Es que ya no me queda agua”.
En Estados Unidos, transportar a una persona que ha entrado al país de forma irregular es un delito penado con hasta 10 años de cárcel. Los voluntarios pueden prestar asistencia humanitaria, dando agua o comida, pero no pueden ayudar a alguien a avanzar en el camino. Scott conducía, además, un coche de Humane Borders y acceder al auxilio de Víctor con la patrulla fronteriza a tan solo unos metros podría poner en riesgo la labor de toda la organización. A lo largo de la carretera que bordea el muro hay carteles que recuerdan esta norma. “Transportar a personas indocumentadas es un crimen federal”, se puede leer en placas metálicas colocadas por la patrulla fronteriza.
En esta zona del sur de Arizona, el muro se extiende durante alrededor de 30 kilómetros. Pero, de pronto, acaba. Hay un punto en la frontera en el que deja de haber un muro de barras largas y verticales, y hay, en su lugar, una barrera metálica de apenas un metro de altura que evita el paso de vehículos, pero no de personas. Por ahí cruzan de noche los que buscan no ser vistos, como Víctor, y a plena luz del día, los que, conscientes de su derecho a pedir asilo, esperan ya en Estados Unidos a que los agentes los detengan, procesen y liberen a los pocos días si consideran que hay razones suficientes para iniciar un procedimiento de asilo.
Un grupo de voluntarios ha montado allí, al otro lado del muro, un pequeño campamento para ofrecer sombra, agua y comida a los que acaban de cruzar. Al llegar, Scott y el grupo de voluntarios de Humane Borders se ponen a trabajar. Algunos se dedican a llenar de agua los barriles y recoger la basura, mientras otros empiezan a cavar un hoyo en el suelo para construir un váter improvisado. Scott se acerca a la frontera y observa el paisaje, mirando hacia México. “A veces hay gente en aquel árbol, esperando a que sea seguro cruzar”, dice señalando la punta de una colina. En el muro, alguien ha escrito “buena suerte” en español.
Una de las voluntarias, Laurel, está sentada a la sombra de una de las carpas, rodeada de palés amontonados cubiertos con mantas y cajas de juguetes para niños. Ronda los 80 años y es la veterana de la zona: lleva desde 2019 trabajando con otra organización, Green Valley-Sahuarita Samaritans. Todos los días coge el coche a primera hora de la mañana y va hasta este lugar recóndito de colinas imposibles, no importa si es de día o de noche, si hace un calor asfixiante o si nieva. Ha perdido la cuenta de cuántas veces han tenido que cambiar las ruedas y los frenos del coche. Al principio, lo hacía por gusto, porque a ella y a su marido siempre les ha gustado explorar y hacer rutas. Cuando se mudaron desde California, en 2016, aún no había muro, tampoco carretera, y los animales y las personas, cuentan, se movían por la zona con libertad. Les gustaba disfrutar de la naturaleza. “Ahora no es tan agradable”, dice Laurel, “pero lo hago porque siento que es lo que hay que hacer”.
Desde que empezó a venir, se ha encontrado a mujeres embarazadas buscando ayuda intentando subir las colinas andando, a niñas solas en mitad de la noche, a familias enteras. Personas, dice, a las que admira por su fuerza y valentía, por su empeño en ofrecerles a sus hijos un futuro y una vida. Ha aprendido algo de español, para poder dar la bienvenida a quien cruza, pero ahora también necesita saber urdu o francés, porque el perfil del que llega aquí es cada vez más diverso y global. La mayoría siguen siendo mexicanos, pero cada vez vienen más personas de países de África, como Mauritania o Senegal, o de Asia, como India o China. “Intentamos alimentar su esperanza, que es lo que traen consigo”, apunta.
Laurel ha comprobado que gastarse millones de dólares en construir un muro no funciona. “No ha aliviado la situación, la ha empeorado”, asegura. Cree que esa “enorme barrera metálica” ha provocado un desastre humanitario y medioambiental, que solo ha servido para enriquecer a las organizaciones criminales. Ha visto cómo Trump construyó buena parte del muro y cómo Biden lo reparó, y no cree que la incapacidad de la política estadounidense de aprobar una reforma migratoria sea culpa del presidente de turno, sino de una actitud general, una mentalidad que lleva a la gente a protegerse del extranjero, del otro. “Buscan proteger su riqueza. No quieren compartirla. Es una mentalidad alimentada por la propaganda y las falsas verdades”.
En las dos horas que Scott y el grupo de Humane Borders pasan en el campamento, nadie cruza la frontera. “Casi mejor así”, dice Scott mientras vuelve a subir al coche para emprender el camino de vuelta con la nevera llena de botellas de agua en el maletero.
Mientras Scott cruza en coche el desierto, Víctor lo hace a pie. Decidió salir de Chiapas (México) huyendo de la inestabilidad económica y de la violencia. Cruzó la frontera con un grupo de unas cinco personas y un guía, pero “la migra” [en referencia a la patrulla fronteriza] les pilló y cada uno salió corriendo para un lado. Víctor se perdió, lleva dos días andando solo por el desierto sin apenas agua ni comida, y con los pies llenos de ampollas. Enciende el móvil para llamar a su novia, que está en México, y le cuenta que no puede más, que va a acercarse a la carretera, asumiendo que allí, la patrulla le puede ver, detener y deportar. Cuelga, apaga el teléfono y se refugia en la sombra de un arbusto, visible desde la calzada. A los pocos minutos, ve pasar un coche blanco y se levanta corriendo. Es el coche de Scott.
“¿Habéis visto a ese muchacho?”, dice de repente el voluntario, frenando.
Víctor vacía la primera botella de agua en su garganta en un par de segundos, estrujando el plástico conforme cae el agua. El resto las guarda en la mochila. También un par de bocadillos, plátanos y varias barritas de cereales. “Ya no creo que pueda andar más. Voy arrastrando los pies”, dice. Scott le explica que tiene la opción de entregarse a los agentes, para sobrevivir, pero él lo rechaza de pleno. La ciudad está a unos 64 kilómetros, puede tardar días en llegar, pero aún así, decide seguir.
Antes de que vuelva a perderse entre los arbustos del desierto, le damos un número de teléfono escrito a mano en un trozo de papel, para que nos avise si consigue sobrevivir y llegar a la ciudad. Él lo guarda en la mochila.
De nuevo en el coche, Scott pasa por delante del puesto de control de la patrulla fronteriza. Los agentes miran el interior del vehículo, pero no lo paran. “Seguro que estaban allí buscándole a él y a sus compañeros”, aventura. “Es muy complicado porque no quiero tomar la decisión de entregarle, pero tampoco quiero que nadie muera en el desierto”.
El coche se queda entonces en silencio, solo interrumpido por el ruido del aire acondicionado.
Acto II: La muerte
Scott se queda callado porque sabe que es probable que Víctor muera intentando cruzar. El desierto, igual que el Mar Mediterráneo, se está convirtiendo en un cementerio, aunque nadie sabe con seguridad cuántas personas mueren intentando llegar porque ninguna institución las contabiliza. Con el objetivo de combatir ese vacío, Humane Borders trabaja con el condado de Pima para ofrecer un número aproximado. Cada vez que los restos de un migrante llegan a la oficina del médico forense del condado, la organización vuelca la información en un mapa con las coordenadas exactas donde se ha encontrado y la información que haya disponible, como la causa de la muerte o los datos personales. Según sus datos, más de 4.000 personas han muerto en el desierto desde 1990. En lo que va de 2024, ya han recuperado cerca de 100 cuerpos, aunque dan por hecho que hay muchos más.
A Scott nunca le ha pasado, pero es habitual que los voluntarios se encuentren restos de migrantes fallecidos en el desierto. Si el cuerpo está en buen estado, los médicos forenses pueden identificarlo con relativa facilidad y repatriarlo a su país, para que sus familiares lo puedan enterrar. Pero ocurre que, en el desierto, el calor y la luz del sol deterioran con rapidez los tejidos y en muchas ocasiones los cuerpos están momificados o reducidos a huesos. En ese caso, identificarlo es mucho más complejo. Lo que sucede en la mayoría de morgues es que después de un examen post mortem en el que no se ha podido identificar al fallecido, el caso se cierra y el cuerpo se entierra. En la del condado de Pima, ocurre todo lo contrario: hay un equipo de antropólogos forenses que emplean todo su tiempo y energía en intentar identificar al fallecido, aunque solo tengan algunos de sus huesos. La ley de Arizona obliga a intentar investigar la identidad, pero no especifica cómo de exhaustiva debe ser la investigación, por lo que depende, en parte, de la voluntad de la oficina. La del condado de Pima es una excepción.
En el laboratorio en el que trabajan suena la radio de fondo. Los restos de tres personas, los esqueletos casi completos, están extendidos sobre mesas metálicas. Jennifer Vollner, una de las antropólogas, está trabajando en esos casos, analizando los huesos y los efectos personales. Al lado de una de las personas, hay una biblia de bolsillo, unas gafas de sol, pesos mexicanos, y tarjetas de visita de varios negocios de Perú. También una bolsa con ropa y zapatos desgastados por el sol y el calor. “Aprecio mucho que esta oficina utilice los mismos métodos para identificar a un ciudadano extranjero que a uno estadounidense”, cuenta Jennifer, que se incorporó al equipo en 2016. Antes de empezar a trabajar allí, había identificado a ciudadanos estadounidenses, pero nunca a uno extranjero. No se imaginaba el reto que suponía tratar de dar con la identidad de alguien de México o de Guatemala, que además estaba en el país de forma irregular.
La oficina colabora con los consulados, con la policía local, la patrulla fronteriza y el FBI. Si el fallecido aún tiene huellas dactilares, rastrean en las bases de datos. Si no, los antropólogos limpian y examinan los huesos o el cuerpo, en busca de particularidades, como una fractura o un tatuaje. Con los recursos que tienen, intentan determinar la edad, la altura, la nacionalidad y la fecha en la que calculan que pudo cruzar el desierto. Analizan, también, las cosas que traía consigo o que encontraron a su alrededor – ropa, teléfono, cartera — en busca de pistas. Si consiguen identificarlo y dan con los familiares, les intentan dar la noticia, y si llegan a un callejón sin salida, no se rinden: guardan los restos en lo que llaman “un almacén de largo plazo”.
Ese almacén es, en realidad, un camión aparcado en el exterior de las oficinas. Llegan tantos fallecidos que el espacio en la morgue se les ha quedado pequeño. Desde el aparcamiento, se ve a lo lejos el nuevo edificio que están construyendo y al que esperan mudarse pronto. “Prometo que todas estas personas tendrán una casa nueva, con aire acondicionado”, dice Jennifer mientras abre las puertas del camión. Dentro, hay cientos de cajas de cartón amontonadas, como ladrillos formando una pared. El tamaño de las cajas está diseñado para guardar esqueletos, y en algunas conviven los restos de varias personas.
De un vistazo, Jennifer es capaz de localizar la caja de un caso que, desde que empezó a trabajar en él, en 2018, no se puede sacar de la cabeza. “Sé reconocerlo perfectamente”, dice sacando un cráneo. Lo particular de este caso es que tiene en la mandíbula unos implantes metálicos con unos números grabados. Jennifer encontró a la compañía que los fabricaba, que le dio un listado de siete clínicas que habían trabajado con esa serie de implantes en concreto. La antropóloga fue llamando una por una, hasta que dio con un cirujano que le confirmó que había operado a esa persona. El médico le dio, incluso, un nombre, pero la investigación sigue abierta porque los antropólogos no han conseguido verificar que esa identidad se corresponda con la persona que buscan identificar: no saben si el día de la operación dio un nombre falso. Es, probablemente, el caso de un migrante que vivía en Estados Unidos, se operó estando sin papeles, volvió a su país y murió intentando volver a cruzar. “Puedo decirte dónde estaba esta persona en un día y a una hora en concreto, pero no puedo decirte quién es. No con seguridad”, cuenta. Jennifer, que se define como la “optimista eterna” del equipo, no pierde la esperanza y confía en que quizás un día una nueva generación se pregunte qué le pasó a su tío o a su tía, a su abuelo o a su abuela, y llame a la oficina buscando respuestas. “Aún tengo tiempo hasta que me retire”.
Muchos de los casos que están sin identificar — hay más de 1.500 – están en el almacén esperando eso: el desarrollo de una nueva tecnología o la llamada de un familiar con nuevas pistas que permitan reabrir la investigación. La oficina recibe constantemente emails y llamadas de personas que están buscando a sus familiares que desaparecieron al marchar a Estados Unidos. A veces, la información que les dan es útil. Otras, no tanto. “Hay veces que nos llaman entusiasmados para contarnos que saben exactamente qué ropa llevaba su familiar”, cuenta Jennifer. “‘Iba vestido entero de estampado de camuflaje’, nos dicen. Pero eso no sirve de nada, porque es como van todos”. También Víctor.
Acto III: La vida
Un día después de que Scott se cruzara con Víctor en la carretera, una tormenta cayó sobre el desierto, una de las primeras de la temporada de monzones que vive esta zona cada verano. Los vecinos de Tucson corrieron a refugiarse en sus casas en cuanto saltó la alerta en sus teléfonos móviles. Las corrientes de viento, de hasta 100 km/h, levantaron nubes de polvo, y arrancaron cientos de árboles de las aceras. La lluvia inundó las calles, dejando sin electricidad a miles de personas. Algunos edificios amanecieron al día siguiente con los cristales de las ventanas rotos. La organización de Scott, Humane Borders, tenía previsto salir al desierto para seguir llenando los tanques de agua, pero el viaje se canceló porque las carreteras estaban intransitables. Scott se acordó entonces de Víctor. “¿Sabéis algo de él?”, preguntó.
El 19 de julio, seis días después del encuentro, el joven recuperó el número de teléfono que había guardado con cuidado en una bolsa de plástico dentro de la mochila. “Hola, buenas tardes. Soy Víctor, el que estaba perdido en el desierto”, escribió desde Tennessee. “Soy el que le dieron agua y comida. De puro milagro aquí ando”.
Después de encontrarse con Scott, Víctor se sentó a la sombra, lejos de la carretera, a beber agua, comer y descansar. También volvió a llamar a su novia, para tranquilizarla y contarle que iba a seguir andando. Después de dos o tres horas, ya algo recuperado, se puso a caminar de nuevo, y al anochecer, se encontró con el guía, que también estaba solo. Juntos pasaron la tormenta, asustados, viendo cómo un torrente de agua caía por la colina. “Estaba fortísimo”, recuerda el joven. Víctor aprovechó para llenar una garrafa vacía con el agua de la lluvia, y con eso, siguieron andando durante dos noches, hasta que llegaron a su destino. Calcula que, en total, tardó siete días en cruzar. “Es la mejor noticia posible”, dijo Scott en cuanto se enteró de que Víctor lo había conseguido.
Víctor sabía que cruzar la frontera no era sencillo, le habían advertido, pero aún así le sorprendió la dureza del camino. “Te marea el sol, el cansancio, el hambre”, cuenta. Durante años, ha visto cómo otros se marchaban y, al tiempo, conseguían una casa en la que vivir, e incluso un coche en propiedad. Eso le animó a salir. En Chiapas, apenas ganaba 150 pesos mexicanos al día (unos seis euros), insuficiente, cuenta, para mantener a su mujer y a su hija de tres años. Una noche del mes de julio, antes de emprender el viaje, le explicó a su hija, Heidi, que se iba a marchar, pero que era por su bien, para “buscarle un futuro”. Se fue a las cuatro de la mañana, cuando la niña estaba durmiendo. “No es nada fácil, pero la necesidad te obliga”, explica. “Solo vengo a sacar adelante a mi familia”. De Tennessee, Víctor se marchó a Arkansas, donde vive su tío. Allí, trabaja de roofer, reparando y construyendo tejados. Cuenta que sale de casa a las seis de la mañana y vuelve a las diez de la noche. Le pagan 120 euros al día, pero espera que pronto le suban el sueldo, cuando aprenda a colocar tejas.