Los asesores salen del armario
El problema está menos en unos asesores que trabajan, terminan y se van, que en los funcionarios que corrompen la probidad administrativa para ejercer en el Estado de vasos capilares de un partido
Ignacio Peyró: “Los jefes de gabinete han buscado siempre una zona de ambigüedad y penumbra”
Madrid
Algunos asesores políticos, como David Cameron, llegaron a lo más alto, y otros -como Rasputín- terminaron arrojados al río. Algunos guardaron, como Pedro Arriola, una lealtad blindada a sus jefes, en tanto que otros -como Dominic Cummings con Boris Johnson- se miran al espejo y ven aparecer a Judas Iscariote.
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En el gremio, podemos concluir, hay de todo: Schlesinger llegó al gabinete de Kennedy con un Pulitzer bajo el brazo y Fernando Ónega empezó a escribir para Suárez cuando era un redactor todavía muy muchacho. Y ojo, quien empiece a renegar de ellos, deberá pensar que hasta el padre del liberalismo, John Locke, fungió como asesor.
Como guardianes de las puertas -o de las vergüenzas- del faraón, asesores y jefes de gabinete han buscado siempre una zona de ambigüedad y penumbra que favoreciera la maniobrabilidad. Así lo hicieron Julio Feo y José Enrique Serrano para el PSOE, o Aragonés y Moragas para el PP.
En los últimos años, el asesor ha dejado la discreción para otra vida: ahí están Iván Redondo, Miguel Ángel Rodríguez o David Madí. Cabe preguntarse, desde luego, si nuestra democracia debe horas de gloria a su protagonismo. Pero no se engañen: el problema está menos en unos asesores que trabajan, terminan y se van, que en los funcionarios que corrompen la probidad administrativa para ejercer en el Estado de vasos capilares de un partido.