El Ferrari
"Aquel coche era una maravilla, pero rugía demasiado, era demasiado rojo, era demasiado deslumbrante. Los otros conductores me miraban. Yo pensaba en lo que pensarían de mí y en que no sería nada bueno. Creí que el sonrojo me duraría para siempre"
El Ferrari
Una vez, cuando vivía en Roma, quise entrevistar a Luca Cordero di Montezemolo. Este señor era entonces presidente de la patronal italiana, presidente de Fiat, el mayor grupo industrial del país, y presidente de Ferrari. Un tipo muy poderoso. Pedí el encuentro, acabó poniéndose él mismo al teléfono y me respondió que sí, que por supuesto. Pero antes, dijo, tenía que probar un Ferrari para entender, dijo, lo apasionante que era su trabajo. Supongo que la idea consistía en camelarme antes de la entrevista. Fui un viernes a Maranello, cerca de Módena, y me presenté en la fábrica de Ferrari, una especie de jardín japonés donde los mecánicos recibían masajes en horario de trabajo. Hablo en serio. Me dieron las llaves del coche y me dijeron que lo devolviera el domingo o el lunes. Era un F430 de ocho cilindros que superaba los 300 kilómetros por hora. No hablo del precio porque estamos en horario infantil. Como me temía, en cuanto salí a la carretera empecé a abochornarme. Aquel coche era una maravilla, pero rugía demasiado, era demasiado rojo, era demasiado deslumbrante. Los otros conductores me miraban. Yo pensaba en lo que pensarían de mí y en que no sería nada bueno. Creí que el sonrojo me duraría para siempre. Hasta que, circulando por Módena, me detuve en un semáforo junto a un autobús. Vi mi propia cara en el retrovisor del autobús. Y, para mi sorpresa, comprobé que lucía una sonrisa entre boba y chulesca, una sonrisilla como de Eduardo Zaplana. O Silvio Berlusconi, ya puestos. Devolví el Ferrari esa misma tarde. Unos años más tarde, Rita Barberá y Francisco Camps, que entonces mandaban en Valencia, subieron a un Ferrari. Tengo la foto delante. Veo sus sonrisas, muy parecidas a la mía de aquel día en Módena. Y recuerdo lo que estaba pensando cuando me vi en el espejo. Algo así como: “¿qué miráis, pringaos?”. Es muy fácil volverse tonto. Conviene ir con cuidado.