Las lágrimas de Mazen y las nuestras
El drama de las decenas de miles de desaparecidos en las cárceles sirias se conocía desde hace años ante nuestra pasividad o impotencia
Madrid
Dos imágenes sobre el drama sirio. La primera la vimos hace casi una década, en los primeros días de septiembre de 2015. Tras varios años de guerra civil y de masivo abandono del país, la ruta de los Balcanes revienta y una miríada de refugiados sirios llega a Europa occidental. En Viena, en Linz y otras ciudades austriacas, las estaciones se llenan de familias de camino hacia Múnich. Familias como las nuestras, con críos y abuelos, gente callada y educada, como si quisieran no llamar la atención mientras empujan sus maletas o se paran a descansar en cualquier rincón. Los alemanes, con Merkel a la cabeza, nos dan a todos una lección y aceptan hasta un millón de refugiados sirios en su país. El resto de Europa racaneó como siempre, pero ni unos ni otros pudieron impedir que aquel gesto de solidaridad se convirtiera años después en una creciente xenofobia que amenaza los cimientos del proyecto de integración y cohesión social de Monet y Schuman.
La segunda es de hace pocos días. Tras el fulminante colapso de la dictadura de Bachar el Asad y su huida del país, los rebeldes victoriosos y una multitud de personas en busca de los suyos vacían las cárceles sirias, atestadas de presos políticos. En la más tétrica de todas ellas, la prisión de Sednaya se encuentran además numerosos cadáveres. Uno de los detenidos más conocidos en aquel “matadero humano” era el activista Mazen al-Hamada, cuya perturbadora historia relatan medios de todo el mundo como ejemplo de la ferocidad del régimen de los Asad. Su cadáver no fue hallado en Sednaya, sino en un hospital cercano.
El rostro desfigurado de Mazen ya fallecido no es solo un símbolo de las atrocidades de otra dictadura, sino también una prueba de cargo contra nuestra conciencia. Él fue uno de los primeros detenidos en las manifestaciones democráticas de 2011, que la dictadura reprimió con gran dureza abriendo paso a la guerra civil. En 2013 fue liberado tras haber sido torturado salvajemente. Un año después consiguió asilo en Países Bajos y se dedicó a denunciar por el mundo al sangriento régimen de Damasco. Pero no dejó de sentir nunca que no era escuchado ni comprendido, puesto que no se producía la reacción internacional que él esperaba.
Su amigo, el fotógrafo y director Sakir Khader, para quien Mazen había sufrido torturas tan inimaginables que no podía evitar que su rostro reflejara la pura imagen de la muerte, decía que “se había convertido en uno de los más importantes testigos contra el régimen de Asad”. Pero tras años de infructuosa denuncia, y después de que, según Khader, las autoridades neerlandesas le quitaran la ayuda económica como refugiado, algo se rompió definitivamente en su alma atormentada y finalmente bajó los brazos. En 2020 volvió a Damasco, quizás atraído con falsas promesas y desde entonces se le había perdido el rastro hasta hace unos días.
El relato estremecedor de Mazen al-Hamada hizo llorar a quienes lo pudieron escuchar personalmente en muchos países. Hoy se puede sentir la misma conmoción viéndolo en el documental de la directora Sara Afshar, realizado hace ya siete años y disponible en diversas plataformas. Las lágrimas de Mazen son las nuestras, por el inconcebible sufrimiento al que fue sometido -como decenas de miles de sirios-, pero ahora todavía más por nuestra pasividad o impotencia ante una carnicería que estaba documentada desde al menos 2013, cuando un policía desertó con miles de fotografías de cadáveres en centros de detención. La historia avanza, intentamos creer que la civilización progresa, pero en realidad seguimos atascados en una era de la humanidad en la que sigue imperando la brutalidad y la hipocresía. Es algo que ya sabíamos, pero sigue siendo insoportable cada vez que la realidad nos lo tira a la cara.
José Carlos Arnal Losilla
Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...