La derecha universitaria se quita los complejos: "Hay un silencio que se ha roto"
Las asociaciones de estudiantes conservadores están aumentando en las universidades. Algunas de ellas funcionan como trampolines para acceder a cargos políticos
La derecha universitaria se quita los complejos: "Hay un silencio que se ha roto"
Madrid
Atxu Amann ha visto cambiar la sociedad española desde las aulas de la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid. La facultad es, dice, como un microcosmos en el que se ven reflejadas las tendencias y los comportamientos de fuera. Ella empezó a finales de los 70, como alumna, y desde entonces no se ha marchado. Lleva más de 30 años dando clase. De sus comienzos, recuerda las clases de física, a reventar, con los alumnos sentados en las ventanas. De unos 200 estudiantes, solo una decena eran mujeres. Recuerda también la división de la sociedad en dos bandos, y las amenazas que recibió por ser comunista. Ahora, en cambio, habla de sus “alumnas” usando el femenino plural, porque la mayoría son mujeres. Y ya no ve esos bandos definidos, sino más bien una “masa homogénea” que ahora se inclina más hacia la derecha, como el resto del país.
Cada año, un grupo de estudiantes recién salidos del instituto pasa por la clase de Atxu Amann. “Ellos tienen la misma edad y yo soy un año más vieja”, dice. Les da dibujo y, desde el primer día, se dedican a recorrer los barrios de Madrid con sus libretas. Atxu tiende a fijarse mucho en los detalles, intenta observar a sus estudiantes para conocerles y entenderles mejor. Como la clase consiste en dibujar, se fija, inevitablemente, en las muñecas y, desde hace tres o cuatro años, ha visto cómo, junto con las pulseras de entrada a las discotecas, ha aparecido algo más: pulseras con la bandera de España. De repente, están por todas partes: colgadas del retrovisor en los coches, en las correas de los perros, en las mochilas y los bolsos de sus alumnos. Atxu no cree que tengan necesariamente un significado ideológico. “No sé si son conscientes de lo que significan los símbolos que utilizan”, explica. “La llevan porque se sienten parte de un grupo, porque se integran a partir de esa bandera.”
La anécdota da cuenta de una transformación social de la que los profesores de universidad están siendo testigos directos. Los docentes consultados para este reportaje coinciden en señalar que la legitimación de posiciones reaccionarias desde las instituciones y la polarización que sufre el debate público está teniendo consecuencias en sus aulas: opiniones que antes generaban rechazo y que permanecían, por lo tanto, inhibidas o silenciadas, ahora sí se están expresando. Los profesores están escuchando planteamientos que tienden a normalizar la dictadura franquista, posiciones xenófobas o machistas, reacciones negativas a asuntos como el feminismo o el cambio climático, y también una banalización del odio, sobre todo a través de grupos de WhatsApp. Hay docentes que reconocen haberse visto forzados a ser más prudentes y medir con más detalle lo que dicen para evitar ser señalados o malinterpretados.
También los datos sirven para explicar este cambio. En los últimos cinco años, los jóvenes se han visto cada vez más atraídos por la extrema derecha. En junio de 2019, apenas un 4% de los que tenían entre 18 y 24 años consideraban a Vox el partido más cercano a sus ideas. Ahora, según el CIS, son casi un 20%. Según los datos del último barómetro de 40 dB, si ahora hubiera elecciones, el partido más votado entre los jóvenes de esa generación sería Vox, solo por detrás de la abstención y el voto blanco o nulo.
Esa derechización de los jóvenes se está traduciendo, además, en la aparición de nuevas asociaciones de estudiantes conservadores en las universidades. Empezó con S’ha Acabat, en Barcelona, siguió con Libertad Sin Ira, en el campus de Somosaguas de la Complutense, y se han sumado, después, algunas otras como Voces Libres, que nació en la Universidad Carlos III de Madrid, pero tiene delegaciones por toda España, o la Asociación Libertaria Austríaca, que tiene su sede en la Universidad Rey Juan Carlos. Cada una tiene sus particularidades, pero todas comparten un mismo posicionamiento, defienden ideas conservadoras y organizan eventos en las universidades públicas con invitados como Iván Espinosa de los Monteros, exportavoz de Vox en el Congreso de los Diputados, o el exministro del PP Jaime Mayor Oreja, que ahora preside la fundación ultracatólica Neos. También han apoyado manifestaciones contra el Gobierno o contra la amnistía, y se han reunido con miembros del PP y Vox.
Algunas de las caras más visibles de estas asociaciones han acabado ocupando cargos políticos. El expresidente de Libertad Sin Ira, Ignacio Dancausa, es ahora el presidente de las nuevas generaciones del PP de Madrid. Y su sucesor en la asociación, Diego Yáñez, trabaja como asesor para Neos. La expresidenta de S’ha Acabat, Julia Calvet, fichó por Vox y es ahora diputada en el Parlamento de Cataluña.
Hugo Pérez (20 años) y Álvaro Galán (21 años), ambos estudiantes de Derecho, cuentan que cuando eran adolescentes se inclinaban más por posiciones progresistas, pero conforme crecieron, se fueron derechizando. Primero, militando en Ciudadanos y ahora, a través de su asociación universitaria, Voces Libres, que busca, según sus palabras, “unir a jóvenes liberales que no habían encontrado un refugio común donde defender sus ideas”. Creen que los jóvenes de izquierdas siempre han tendido más a la movilización, a decir lo que pensaban en clase; los de derechas, en cambio, se callaban por ser minoría, por “miedo” a que les llamen fascistas, homófobos o machistas. “Lo que ha pasado es que la gente ha dejado de tener miedo a que le tilden de todas esas cosas”, apunta Álvaro. “Ha empezado a haber un movimiento desacomplejado de toda esa gente que dice ‘tengo mis ideas, son legítimas, tengo todo el derecho a defenderlas y además creo que son las correctas, por lo tanto no me voy a callar”. “Somos muchos los que pensamos así, aunque no lo parezca”, añade Hugo. En Libertad Sin Ira coinciden. “El silencio se está rompiendo”, asegura Eduardo Peláez (21 años), estudiante de Publicidad y Relaciones Públicas en la Universidad Complutense y el presidente actual de la asociación. “No creo que más gente se esté haciendo de derechas, creo que simplemente más gente empieza a no tener vergüenza o miedo de lo que opina”.
Luis García Tojar lleva dando clase en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense desde 2007. Vivió la politización acelerada de los jóvenes durante el 15M, la fase de despolitización que vino años después y la llegada ahora de una ola de antipolítica que se extiende con rapidez. Le ha dado clase a Manuel Mariscal, el diputado de Vox que aseguró a finales de noviembre que “gracias a las redes sociales” muchos jóvenes “están descubriendo” que el franquismo “no fue una etapa oscura, sino de reconstrucción y progreso”. Mariscal, en clase de Luis, apenas se pronunciaba. “Todavía era un alumno de la generación en la que los estudiantes de derechas probablemente se autocensuraban sus opiniones políticas porque pensaban que la mayoría no compartía esa ideología”, cuenta. Ahora, cree que eso no pasaría, que si llegaran nuevos alumnos simpatizantes de Vox, no se callarían. “Han conseguido abrir el marco del sentido común para que sus opiniones puedan ser expresadas tranquilamente. Ese silencio, en cierto sentido culpable, se ha roto”, sostiene.
En sus clases, está viendo como la opinión en la que se ve representada la mayoría de alumnos está girando más a la derecha. Se evidencia, por ejemplo, en las conversaciones sobre la Guerra Civil. Aunque siempre es minoritario, los profesores están observando la presencia de un discurso que normaliza la dictadura. “Para ellos no hay una línea clara entre la democracia y el franquismo”, sentencia Luis. Hay grupos de estudiantes, cuentan los docentes, incapaces de concretar las fechas de la Guerra Civil española y otros que afirman que la época de Franco tenía “cosas buenas” y “cosas malas”. El discurso reaccionario se hace patente, también, con el feminismo o las cuestiones de género, uno de los asuntos que más rechazo provoca en algunos jóvenes. “El despertar del feminismo ha activado un pensamiento masculinista que también estaba callado. Eran cosas que se comentaban en las barras de los bares después de varios vinos y que ahora están en las redes sociales”, cuenta este profesor.
Ángeles Díez, profesora de Sociología en la Universidad Complutense, nota el cambio, sobre todo, en cómo los jóvenes afrontan su paso por la universidad, influenciados por “la interiorización del discurso neoliberal”, que achaca, en parte, a una triple crisis: social, económica y política. Los estudiantes, cuenta, están cada vez más comprometidos con su desarrollo profesional y cada vez menos por causas sociales. Triunfa, en definitiva, el individualismo frente a lo colectivo, y, en esa exaltación del individuo, los discursos que promueven la competencia, a veces xenófobos, encuentran más espacio para circular camuflados de opiniones. “No entienden que un comportamiento fascista, supremacista, xenófobo es mucho más que una opinión”, afirma Ángeles, que se ha visto obligada, en alguna ocasión, a dejar claro a sus alumnos que ese tipo de ideas no estaban permitidas en sus clases.
Todas las asociaciones conservadoras que han aparecido en los últimos años tienen como objetivo crear un espacio donde cualquier opinión sea considerada válida. Todas utilizan la palabra libertad, en alguna de sus variantes, para reivindicarlo. “Quisimos dar espacio a la gente que podía tener miedo a decir sus ideas”, cuenta Eduardo Pélaez, presidente de Libertad Sin Ira, que en su página web describe un ambiente universitario en el que se ha impuesto el “sectarismo”. “Nuestro principal objetivo es crear un espacio donde la gente se sienta libre para decir lo que quiera, dentro de los parámetros de la ley”, explica. Todas están, además, en contra de lo que consideran una visión “colectivista” de la sociedad, a pesar de que lo que están haciendo es unirse y organizarse en asociaciones para defender sus intereses. Hugo Pérez y Álvaro Galán, de Voces Libres, son personas LGTBIQ+, pero rechazan de plano esas siglas. Creen que provocan “guetos identitarios”, que enfrentan a homosexuales y heterosexuales, que buscan la “parcelación de la sociedad”. Rechazan, también, que los avances en derechos sean un triunfo de los movimientos sociales. “Los derechos no son de las orientaciones sexuales, no son de los géneros, son de los individuos”, dice Hugo. “A mí no me ha regalado nada el PSOE ni ningún movimiento colectivo”, apunta Álvaro.
La realidad híbrida
Para entender a estos jóvenes, es importante atender al espacio digital en el que se relacionan. Elisa García Mingo, profesora de Sociología en la Complutense, lo describe como una “realidad híbrida”, en la que cada vez es más complicado distinguir una conversación que mantenemos cara a cara de una a través de una aplicación de mensajería, como WhatsApp. “Es imposible separar la vida offline de la vida online”, apunta. Las nuevas generaciones, explica esta investigadora, han crecido con un nuevo agente socializador presente en su rutina. “Antes estaba la familia, los iguales, la escuela y los medios de comunicación tradicionales. Ahora están también los diferentes espacios digitales en los que ellos están interactuando y están informándose”.
Ese entorno da pie a lo que García Mingo llama “bilis digital” que no solo está presente, advierte, en las redes sociales, también en los medios de comunicación o en el Congreso de los Diputados. “Lo veo como una banalización del odio”, afirma. Ella no lo observa en clase, pero, como vicedecana de estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas, sí tiene constancia de que ocurre en grupos de WhatsApp. A veces a través de memes, de gifs o de stickers, circulan mensajes de odio. “Expresiones racistas, homófobas, transfobas o incluso amenazas de muerte. Algo que, claramente, no formaba parte de nuestra cultura democrática y menos de nuestra cultura académica, y que cada vez es más habitual”, cuenta.
Esa realidad híbrida permite que haya comportamientos que no queden restringidos al espacio digital, sino que salten también a las interacciones personales. Ocurre, por ejemplo, con los bulos, que los profesores sí están detectando en las clases. Cuando el expresidente de México, López Obrador, insistió en que España debía pedir perdón por la conquista, en la clase de Ángeles Díez se abrió un debate. La mayoría de los estudiantes, cuenta, empezaron a reproducir la idea, difundida en las redes sociales, de que la conquista era una “leyenda negra”. Ángeles, consciente de que contradecir a sus alumnos con datos y bibliografía iba a tener pocos resultados, decidió invitar a clase a una alumna mexicana de otro curso, para que le plantearan a ella las dudas. “Fue muy interesante porque todos esos chicos se vieron, de repente, enfrentados a la realidad”, explica.
“Durante mucho tiempo decían ‘el dato mata relato’ y yo creo que ahora es al revés: ‘el relato mata dato”, apunta Elisa García Mingo. “El relato retorcido mata a un dato que ha costado muchísimo levantar”. Los docentes ven cómo la base de sus clases, el conocimiento científico y académico, está siendo desprestigiado “de un plumazo”. “Muchas veces te encuentras con que una fuente de internet, la que sea, para ellos es más legítima que incluso una cita docta de un sociólogo”, cuenta Luis García Tojar.
Suele ocurrir que, en esos espacios digitales, los jóvenes - también los adultos - están inmersos en lo que se conocen como cámaras de eco, en las que solo consumen contenido alineado con sus propias ideas. Aquí se mueven bien los partidos políticos, sobre todo la extrema derecha, volcada en hacer política basada en los afectos y no tanto en las ideas. Las cámaras de eco funcionan bien en este momento de polarización, del que se aprovechan las plataformas, con el que han crecido los jóvenes y en el que ya apenas hay espacio para cuestiones transversales. Las causas pertenecen a un bando o al otro, pero no a los dos. “No les hemos dejado mucho espacio para el debate, no les hemos enseñado a dialogar”, asegura Elisa García Mingo. “Esos chavales han crecido de espaldas a las personas que piensan de forma diferente”.
Miguel Ángel Alonso (21 años) y Alfonso Muñoz (21 años), estudiantes de la Universidad Rey Juan Carlos, recuerdan el instituto como una etapa en la que todos eran o “muy de izquierdas” o “muy de derechas”. Se conocieron en un par de eventos en la universidad, se dieron cuenta de que compartían las mismas ideas, y un día se juntaron con un grupo de amigos en una cafetería del centro de Madrid para montar la Asociación Libertaria Austríaca. Organizan debates, eventos y clubs de lectura, y defienden planteamientos antiestado y anticolectivos. Uno de sus mayores referentes es, de hecho, Javier Milei, presidente de Argentina, al que Miguel Ángel seguía por YouTube ya en 2019. “Es una de las personas que más ha influido en mis ideas y en mi transformación ideológica”, cuenta. Con la asociación han creado, incluso, una “red hispanoamericana por la libertad” donde se conectan con otras asociaciones que defienden las mismas ideas en América Latina.
A mediados de octubre, la asociación organizó una charla con Iván Espinosa de los Monteros para hablar del “retroceso de las libertades en Occidente”. Era un viernes por la tarde y los jóvenes se agolpaban formando una fila para entrar. El espacio reservado se llenó, con chavales sentados en el suelo y en las escaleras. Muchos se quedaron fuera. Al presentar a los invitados, uno de los miembros pronunció un discurso inspirado en Javier Milei. “Somos superiores en lo productivo, en lo moral y en lo estético”, dijo. “Que tiemblen los zurdos porque la libertad avanza”. Miguel Ángel y Alfonso se ríen al recordarlo. “Hay que ser provocativo para llamar la atención, para generar polémica”, apunta Miguel Ángel.
“Para ellos, desde su lectura, lo transgresor, lo otro, lo irreverente, lo revolucionario es ser de derechas, es ser patriota”, recuerda Elisa García Mingo. “Ahí está la clave para entender a esta nueva generación y a estas nuevas formas de hacer política”. De ahí, quizás, las banderas de España que Atxu Amann ve por todas partes. Ella nunca le ha preguntado a sus alumnos por qué las llevan, pero sabe que la respuesta será algo así como “soy español, ¿por qué no?”. “Entiendo que en eso tienen razón”, dice. A veces, piensa que ella también podría, como ellos, llevarla en la muñeca. También es española. Podría ponérsela junto a una bandera republicana, por ejemplo, y entrar en su juego. Pero, al final, gana el rechazo a lo que, en el fondo, esa bandera simboliza para ella.
Sara Selva Ortiz
Redactora de la sección de Nacional. Antes trabajó...