"A los siete años tuve que volver a nacer": las memorias de una niña exiliada
Aurora Correa, una de las llamadas Niñas de Morelia, fue una de las 456 niñas y niños que llegaron a México en 1937 huyendo de la Guerra Civil

El viaje de ida | Aurora Correa, la Niña de Morelia
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Madrid
"Mi madre siempre decía que no fue un exilio, fue una expulsión. Tenía siete años y no entendía nada. Solo sabía que se iba sin su familia y que quizás no volvería a verlos", cuenta su hijo Juan Carlos Jáuregui.
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Antes de la guerra, Aurora vivía en un barrio humilde cerca del Park Güell, en una casa pequeña con un cerezo en el patio. Era su árbol. “El cerezo era mío. Ni mi madre lo negaba”, dejó escrito en sus memorias. Para ella, ese árbol era su lugar seguro. “Cuando me escapaba de los azotes, subía al cerezo. Cuando soñaba, lo hacía ahí arriba”, escribe Aurora.
Pero en 1936 estalló la guerra y todo cambió. Las bombas empezaron a caer cerca de su casa y la vida se convirtió en pura supervivencia. “Jugábamos en las cloacas porque era más seguro que la calle. Las ratas no disparaban”. Sus padres, Demetria y Miguel, habían vivido en México antes y cuando se enteraron del plan para evacuar niños a Morelia, no lo dudaron. “Fue una decisión durísima, pero era eso o arriesgarse a que murieran”, explica Juan Carlos.
El viaje fue largo. Tren a Burdeos, luego el barco Mexique, y al final, un tren hasta Morelia. “Mi madre contaba que su abuela, Dolores, se despidió cantando Adiós España querida. No sabían que esa canción sería lo último que oiría de ella”, relata su hijo Juan Carlos. En México los recibió un país cálido y generoso. El presidente Lázaro Cárdenas se implicó personalmente y la gente de Morelia los acogió con los brazos abiertos. Pero la realidad no fue fácil.
“Muchos creen que aquello fue un paraíso, pero fue muy duro. Tenían comida y techo, sí, pero también había castigos físicos, normas absurdas y mucho abandono emocional”, explica la editora de 'Cerezas' y profesora Nuria Capdevila, que rescató la obra de Aurora para el público español. “A los niños que mojaban la cama los golpeaban delante de todos. A otros los hacían formar pandillas para que se controlaran entre ellos. Fue una infancia marcada por la vigilancia y el miedo”.
“Era una rebelde”
Aun así, Aurora se las arreglaba para escaparse del internado, robar mazorcas por hambre y hasta colarse en el cine. “Era una rebelde”, dice su hijo. “Pero una rebelde con motivos. Lo que otros veían como travesuras, eran intentos de sentirse viva y libre”. El escritor Jorge Hernández, que ha investigado el exilio infantil, lo resume así: “Aurora era una superviviente. Llegó a un país que la salvó, pero también la silenció. Ella convirtió ese silencio en literatura”.
Cuando se confirmó la caída de la República, Aurora supo que no volvería a España. “En todas las cartas estaba escrito, la república ha caído, hemos perdido la guerra. Raúl y yo nos abrazamos con todos formando el corazón de la granada hispánica del éxodo. El patio del internado se convirtió en una tumba abierta, el comedor en un tragadero de desdichas y el dormitorio en un hormiguero incendiado por la erupción de la desesperanza que andando el tiempo de las penas alzaría pirámides de nostalgias cubiertas por las cenizas del nunca más regresé’, escribió.
Después de salir del internado, vivió con familias mexicanas, trabajó como actriz, tuvo un hijo como madre soltera, escribió cuentos y novelas. Incluso fue finalista del Premio Planeta. Pero siempre llevó ese cerezo dentro. “Todo lo veía con ojos de niña que tuvo que crecer demasiado rápido”, dice Nuria Capdevila.
“Mi madre no hablaba desde el resentimiento, sino desde la memoria. Siempre decía: ‘Yo no escribo para que me tengan lástima. Escribo para que no se olvide lo que nos pasó’”, recuerda Juan Carlos. Además, cuenta que era una mujer muy positiva: ‘Cuando contaba las cosas, no las contaba ni con tristeza ni con dolor, las contaba como una aventura... por ejemplo, cómo trataban de conseguir comida, porque bueno, como narra ella en sus libros, padecían hambre, tenían hábitos bastante rígidos, bastante feos’, y eso, relata su hijo, hizo que la educación que le ofreció su madre fuera también algo estricta.
“Contaba cómo el olor del mar le revolvía el estómago"
Años después, Aurora volvió a recorrer ese viaje en su memoria. “Contaba cómo el olor del mar le revolvía el estómago, no solo por el mareo, sino por la tristeza. Decía que en el barco perdió la noción del tiempo… y un poco también la infancia”, relata Nuria Capdevila. “Lo que me impresionó de ella fue su claridad, su forma de contar sin adornos pero con una voz muy suya, muy viva”.
Para su hijo, Juan Carlos, escuchar esas historias también fue una forma de comprender a su madre. “Yo nací en México, pero crecí con una madre que tenía alma catalana. Me hablaba de su cerezo como si fuera un personaje. Ese árbol fue su patria portátil, su casa dentro del exilio”. Jorge Hernández lo dice claro: “Aurora fue de esas mujeres que la historia oficial olvida, pero que sostienen la memoria colectiva. Sin su voz, sin sus cerezas, sabríamos menos de lo que fue el exilio”.
Aurora dedicó dos de sus libros a sus nietos. Estos escritos, que ella misma les narraba a sus nietos en forma de cuento, tenían como protagonista a una niña llamada Correia, un alter ego que representaba su propia infancia marcada por el exilio. "Te beso buenas noches" fue escrita para su primer nieto, mientras que "Cerezas" fue dedicada a su segundo. Son un testimonio de su amor por ellos y, al mismo tiempo, un legado de historias que no quería que olvidaran. A través de estos relatos, Aurora les ofreció un pedazo de su viaje de vida.
Ella nunca renegó de México, pero tampoco dejó de sentir que una parte de ella quedó en Barcelona. “Siempre decía que no hay regreso cuando te vas tan pequeña. Que el país al que sueñas volver ya no existe, y el que te recibe nunca te ve del todo como propio”, recuerda su hijo. Aurora Correa murió en 2008. Pero dejó su historia escrita, y eso es lo que la mantiene viva. Como ella decía: “Las cerezas siempre vuelven. Hay que saber buscarlas”.