El inmenso negocio del mejor peor pintor del siglo XX
Pablo Ortiz de Zárate repasa la vida y el fenómeno comercial de Thomas Kinkade
“Era muy malo. O por lo menos eso dicen casi todos, si no todos, los críticos”, cuenta Pablo Ortiz de Zárate sobre el pintor estadounidense Thomas Kinkade. Y es que Kinkade, a pesar de haber sido tildado de kitsch y sensiblero por la crítica especializada, fue uno de los artistas más exitosos del siglo XX en términos de ventas. “Vendía tanto que podríamos considerarlo el mejor del grupo de los peores”, apunta el divulgador.
Nacido en una familia humilde en California, Kinkade encontró la fórmula para conquistar el mercado del arte popular: reproducir sus cuadros a gran escala, añadir unas pinceladas a mano y venderlos como si cada uno fuera único.
Éxito comercial, fracaso crítico
“Él lo decía claramente: esto no es un original. Yo he creado un ejército de ayudantes”, explica Ortiz. Durante su época dorada, entre 1995 y 2005, llegó a tener 350 tiendas en centros comerciales y facturó hasta 130 millones de dólares en un solo año.
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Thomas Kinkade, el mejor peor pintor de la historia
Mientras el público colgaba sus cuadros en salones y cocinas, los críticos se llevaban las manos a la cabeza. “Son pastiches sensibleros al estilo de los bosques de Disney”, llegó a escribir uno. Kinkade no ocultaba su intención de emocionar al espectador, aunque fuera con fórmulas repetidas: casitas iluminadas, atardeceres imposibles, jardines floridos. “Pintaba la vida que la gente quería tener, no la que tenía. Y eso, para muchos, es imperdonable”, resume Ortiz.
El artista del pueblo… y del centro comercial
Sin embargo, su éxito comercial fue inversamente proporcional al prestigio artístico. “Cuanto más los miras, peor te parecen”, relata Pablo sobre sus característicos paisajes brillantes y saturados de color. La crítica lo acusó de producir “fantasía hecha de sacarina”, mientras que el New Yorker apostó a que ningún museo importante le dedicaría jamás una exposición.
Sus cuadros se vendían por cientos, incluso miles de dólares. “Él entendió algo que muchos artistas no quieren ver: que a veces, el arte se convierte en producto”, explica Pablo Ortiz.
Thomas Kinkade no expuso en grandes museos ni buscó la aprobación del mundo del arte. Vendía sus cuadros a través de franquicias instaladas en centros comerciales, y eso le permitió conectar con un público masivo.
Un final tan trágico como inesperado
La historia de Kinkade tiene un giro inesperado. Tras su muerte, salieron a la luz obras privadas, mucho más oscuras y complejas. “Lo que pintaba de verdad eran paisajes desolados y autorretratos de angustia. Y la crítica ha dicho: esto sí es buen arte”, afirma Ortiz.
El legado de Kinkade sigue vivo de la mano de su familia, que comercializa sus obras con licencias de Disney, Marvel o Harry Potter. Aunque su figura sigue dividiendo opiniones, Pablo Ortiz lo deja claro: “Tenía un mensaje: que el arte también puede ser para quien no sabe mucho de arte, pero quiere sentirse bien”.
La imagen pública de Kinkade, conservadora, cristiana y familiar, contrastaba con su vida personal. Problemas con el alcohol, demandas por acoso y conflictos financieros terminaron en su bancarrota. Murió a los 56 años por una sobredosis. Pero incluso tras su muerte, el negocio siguió adelante. “A veces me pregunto si Kinkade era un artista o simplemente un genio del marketing”, reflexiona Ortiz.