El arroz con leche

Barcelona

El viaje a China de Pedro Sánchez, a las puertas de Semana Santa, fue lo que me hizo pensar en el arroz con leche. Ahora, el arroz con leche lo venden preparado, ahí está, muerto de frío en las neveras de los supers. Esto es así porque nos hemos olvidado de que las cosas son para hacerlas y no para comérselas. Claro, al final uno se come el arroz con leche porque no va a tirarlo después de hecho, con el trabajo que da, y también porque está muy bueno. Pero, antiguamente, la magia de las cosas residía en su elaboración. Estaban llenas de misterio la cáscara de la naranja, la ramita de canela, el humo denso de la leche hirviendo, la olla con la boca abierta como una vieja con la piel de cobre. El acero inoxidable era otra cosa. El acero inoxidable tenía que ver con emigrar al extranjero. Con la tía Lola de Francia. Con el acero inoxidable, al personal le salía brillo de Mercado Común. La gente no hacía arroz con leche tan solo porque tuviera ganas de comer, o para llenarse la tripa, sino que hacía arroz con leche, lisa y llanamente, porque era Semana Santa. Nada hay más parecido a la hoja de un calendario que el mármol de la cocina. Todos los días nos obligan a ser de una manera distinta. Porque cada día trae su propio pan, perdón por parafrasear a San Mateo, pero es que cada día exige su particular forma de prepararse el bocadillo. Igual que sucedía con el arroz con leche, siempre que llegaba la Semana Santa daban en la tele El Evangelio según San Mateo, la película de Pasolini. Así era el pan cenceño de la Transición. Las películas con los arrozales de China, los documentales sobre la ruta de la seda..., salían de la tele y se metían en la penumbra de la cocina, donde hervía el arroz con leche. Entonces, teníamos la guerra más cerca por detrás que por delante.