Manolo el del Bombo y Sexo en Nueva York
Cuando vivimos poseídos por el cálculo, la imagen y el sentido del ridículo, hay un señor que coge una chapela 'king size', un tambor y un chándal de poliéster y, venciendo todo prejuicio racional, se hace famoso

Ignacio Peyró: "Manolo el del Bombo y Sexo en Nueva York"
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Hoy todos somos gente sofisticada, que pide el sushi por su nombre en japonés, se ha bañado en una docena de mares, va a festivales de cortometraje y puede recitar treinta nombres de politólogo en un minuto. Hoy todos somos gente, en definitiva, ligeramente insoportable. Y por eso venía muy bien que, en toda nuestra tontería, de cuando en cuando irrumpiera, como un vendaval inexplicable y castizo, Manolo 'el del Bombo'.
Los oyentes ya lo sabrán: se acaba de morir. Y lo primero que quería agradecerle era el equilibrio que aportaba a nuestras existencias: con su sola presencia, Manolo el del Bombo nos mantenía unidos a esos años en los que, en nuestro horizonte vital, había más Motilla del Palancar que Sexo en Nueva York.
Y aun cuando dudo de que el personaje jamás tuviera la menor intención moralizante, sí hay una o dos cosas que nos deja como lección. Cuando vivimos poseídos por el cálculo, la imagen y el sentido del ridículo, hay un señor que coge una chapela king size, un tambor y un chándal de poliéster y, venciendo todo prejuicio racional, se hace famoso.
Pero Manolo también ha sido una lección de fe para un mundo escéptico: comenzó a darle al bombo cuando España solo ganaba a San Marino y casi se le rompe cuando, derrotando a los demonios de la historia, Andrés Iniesta, otro castellanomanchego, metió gol.




