Ciudades en venta
La primera obligación de un alcalde es hablar bien de su municipio y proclamar que es el mejor del mundo en algo en particular

Caja de seguridad de un piso turístico / Ricardo Rubio - Europa Press

Madrid
La primera obligación de un alcalde es hablar bien de su municipio y proclamar que es el mejor del mundo en algo en particular; por eso solo a ellos se les perdonan excesos ditirámbicos que en otros responsables públicos sencillamente serían ridículos. El problema empieza cuando algunos regidores municipales consideran que esa labor de agente comercial o de director de márquetin es su ocupación prioritaria.
Resulta sorprendente la fe que muchos de ellos siguen poniendo en la promoción turística de su ciudad en un país en el que el turismo es un éxito económico incontestable, pero que en términos urbanos se ha convertido muy a menudo más en un problema que en una solución.
Hay un punto en el nivel de afluencia turística a una ciudad o un pueblo en el que los beneficios iniciales en materia de empleo y de ingresos fiscales se quedan muy cortos en comparación con la saturación de los servicios públicos y la pérdida de calidad de vida por ruido, masificación y ocupación permanente de la vía pública. Sin embargo, lo habitual es que esa línea roja sea invisible y que, cuando se perciben los daños, sea ya demasiado tarde. Es lo que ocurre en especial con la carestía de la vivienda, que es el problema estructural y más grave que el turismo causa en los municipios más concurridos.
Con la aparición de las grandes plataformas digitales de desintermediación hotelera e inmobiliaria, un número cada vez mayor de los pisos y apartamentos en alquiler se pasan al uso turístico por su mayor rentabilidad. La consecuencia evidente es que se reduce la oferta de alquiler de larga duración y se disparan los precios. En algunos casos bien conocidos se llega al extremo de que la industria turística crece tanto que tiene que atraer trabajadores de otros territorios, pero es incapaz de proporcionarles una vivienda digna porque las han copado ya los turistas.
Todo esto es bien conocido y, no obstante, el discurso político pro-turismo sigue creciendo en relevancia, especialmente en el ámbito municipal. Habrá más razones de fondo, pero la explicación más inmediata es que suele ser rentable electoralmente, cuenta con un amplio apoyo social y las actividades de promoción tienen una gran venta mediática.
Además de los problemas ya conocidos y documentados, la turistificación produce otros efectos colaterales no menos perjudiciales, aunque sus consecuencias se vean más a medio y largo plazo. Cuando se actúa dentro de ese paradigma fundamental de atracción de visitantes, las políticas urbanas “internas” también se contaminan y conducen, entre otros desvíos, a una falta de respeto al patrimonio histórico y cultural con el argumento de “ponerlo en valor”, una de las expresiones más temibles en boca de cualquier responsable político. O a un uso inapropiado y anticiudadano del espacio público para hacer sitio a negocios privados. O a dar preferencia a la comunicación institucional inequívocamente publicitaria por encima de la información práctica sobre los servicios municipales.
Cuando alguien dice que quiere poner nuestra ciudad en el mapa -como si alguna no lo estuviera desde los tiempos de Ptolomeo- deberíamos ponernos en guardia. El turismo está bien; todos somos turistas cada vez que podemos. Pero más allá de un cierto nivel, se convierte en un obstáculo para pensar y desarrollar de forma suficiente otras políticas urbanas de mayor necesidad ciudadana. Por ejemplo, preparar nuestras ciudades contra los fenómenos climáticos extremos que produce el cambio climático; o diseñar mecanismos de respuesta y ayuda a los sectores más vulnerables en la nueva ola de crisis complejas que estamos viviendo (bélicas, energéticas, sanitarias). Poner nuestras ciudades en venta comporta el riesgo de que nos las compren.

José Carlos Arnal Losilla
Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...