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"No conocemos otra cosa": la resistencia de la venta ambulante en la era digital

En plena ciudad o en pueblos pequeños, los mercadillos siguen siendo un punto de encuentro donde se mezcla la tradición con la lucha diaria por sobrevivir

La resistencia de la venta ambulante

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Madrid

Martes, 8:10 de la mañana. El aparcamiento que está al lado del número 31 de la calle Alcorisa, en el madrileño barrio de Canillas, comienza a transformarse. Varias furgonetas están aparcadas con puestos llenos de frutas, verduras y ropa. Se escucha el chirrido metálico de los metales que sostienen los puestos y el bip de las balanzas encendiéndose y pesando los primeros productos.

Así arranca, como cada semana desde hace más de cuarenta años, uno de los tantos mercadillos que pueblan Madrid. Se escuchan las voces de las vecinas y vecinos saludándose, el ruido de los carritos por el asfalto y las bolsas de plástico que se llenan de alimentos frescos. Un paisaje sonoro y lleno de vida que, pese a los cambios, sigue firme. Aunque los hábitos de consumo evolucionan, el trato directo y la calidez del vendedor siguen teniendo valor.

Trabajan en varias localizaciones

Jesús coloca con cuidado camisas en sus perchas y organizándolas en los hierros que forman su puesto. Tiene un puesto de ropa desde los inicios del mercadillo y, como muchos de sus compañeros, no trabaja en un solo sitio. “Voy por Pozuelo, Majadahonda, todos los días en un barrio diferente. Los mercadillos han cambiado mucho, pero aún quedan personas que les gusta venir y comprar aquí”, dice mientras observa cómo colocar las siguientes prendas y su mujer ordena los bolsos.

En otro rincón, Manuel Mármol ya tiene su puesto de encurtidos y aperitivos listo y le pillamos desayunando: “Aquí siempre ha habido gente. Cambian, porque ahora vienen los hijos y hasta los nietos de los primeros clientes. Pero siempre ha venido mucha gente”. A su alrededor, los demás miembros del puesto miran si todo está correcto colocado y observan interesados la charla.

La venta se hace con la ayuda de padres, abuelos, hermanos, nietos, primos, y hasta amigos. Generaciones enteras trabajando codo con codo. Es el caso de Luisa, frutera desde niña: “Tendría 12 años cuando vine por primera vez. Esto pasa de generación en generación como las tiendas”. A su lado, su hija comenta: “Desde que nacemos estamos aquí. No conocemos otra cosa”. Pero esa transmisión familiar no siempre se mantiene: muchos jóvenes prefieren estudiar o dedicarse a otros oficios menos exigentes.

Adaptarse a las dificultades

A pesar de que el 64% de la venta ambulante en España sigue ligado a frutas, verduras y alimentación, los mercadillos también han tenido que adaptarse a nuevas formas de consumo. “Se han modernizado algo”, comenta Jesús, “pero falta apoyo, sobre todo en lo digital”.

Según el Instituto Nacional de Estadística, más de 45.000 autónomos en España viven del comercio ambulante. Sin embargo, la pandemia fue un duro golpe. Los mercadillos fueron de los últimos en poder volver a abrir. “No entendimos nada”, lamenta Manuel Mármol. “Cómo un comercio que está al aire libre fue el primero en cerrar y el último en abrir. Todavía no tenemos respuesta a eso y además ahora tenemos que devolver el dinero que nos dieron como ayuda”.

Pero los obstáculos no se limitan al COVID. Iván Muñoz, vicepresidente de la Asociación de Comerciantes Ambulantes de Madrid, denuncia lo difícil que resulta sostener un puesto: “Tasas municipales, cuotas de autónomos, gastos de transporte y con poca promoción por parte de los ayuntamientos”. Carlos Martín, desde la organización GESCOMER, lo explica claro: “Montar un puesto requiere una autorización municipal, estar dado de alta, cumplir con un registro específico. Y muchas cosas más. No es nada fácil”.

Vecinas que se reúnen en los mercadillos

Y, sin embargo, cada martes, las mismas cuatro vecinas del barrio de Canillas se encuentran a la entrada del mercadillo, con sus carros, con sus bromas, con sus rutinas. “Esto es cada semana, no nos perdemos ni una. Si lo hacemos ya nos llevan la compra a casa o me lo acercan las vecinas”, dice una de ellas. “Esto es ver a la gente, charlar, enterarte de cómo está la hija del puesto de la esquina o aguantar a la misma persona cuarenta años que te vende la fruta y sabe qué te gusta”.

El mercadillo sigue siendo ese lugar donde el comercio se mezcla con lo cotidiano. Donde uno no solo compra tomates, sino que conversa, recuerda y se siente parte de algo. Un ecosistema frágil, que pide apoyo para no desaparecer bajo el peso de las grandes superficies, los trámites y la digitalización mal planificada. Pero mientras queden toldos por desplegar y clientes que llamen al frutero por su nombre, el mercadillo no se irá. Se resistirá. De martes a martes.

 

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