La jornada laboral
El trabajo era una condición que se había convertido en palabra. Nada imponía más que decir la palabra trabajo. Casi nunca veíamos a los mayores, porque siempre estaban trabajando.

Barcelona
He vivido siempre en diferido. La culpa la tiene la televisión. Desde muy pequeño, veía la tele creyendo que era eso lo que sucedía. Como era en blanco y negro, esas imágenes me parecían más creíbles que la vida. Las cosas son más como uno se las imagina, y el blanco y negro era una imaginación, una abstracción. Empecé, entonces, a vivir en abstracto, igual que las pinturas de Jackson Pollock. Hoy, cada vez que se habla de la jornada laboral, me parece que yo nunca he trabajado. Esto no es verdad, porque a un servidor, como a cualquier español, sus empleadores le han estrujado cuanto han podido y más. Pero he visto trabajar como bestias a los demás. He visto trabajar tan duro a mi familia, que creo que lo mío no es trabajo. Lo mío está más cerca de Fiebre del sábado noche que del pico y la pala. He visto a mi padre hacer horas extraordinarias durante años y años. Ir de la fábrica al taller, de lunes a sábados, también algún domingo. He visto a mi madre en la habitación de mi abuela alumbrada por la luz diminuta de la bombilla de la máquina de coser igual que una mujer holandesa en un cuadro de Vermeer. Y he visto a mi madre, también, cosiendo por las tardes en una sastrería, con el dedal plateado que le brillaba en el dedo igual que a un ser de otro planeta. El trabajo era una condición que se había convertido en palabra. Nada imponía más que decir la palabra trabajo. Casi nunca veíamos a los mayores, porque siempre estaban trabajando. Ahora llamas a alguien, y te dicen: está reunido. Cansa más estar trabajando que estar reunido. No se decía jornada laboral, se decía trabajar. Corrían tiempos chungos. Jornada laboral eran palabras para sindicalistas perseguidos, y una utopía. Era así porque la jornada laboral dignifica el trabajo.