Los días de autos

Barcelona

Siempre quise ser el encargado de los autos de choque. No, ser el dueño, sino ser, en concreto, el encargado. El que venía todos los años era un chico mayor que nosotros. Flaco, rubio y con gorra de pana. Un moderno. Se subía al culo de un auto elegido a boleo, y con una mano se agarraba a la barra que sube a la corriente. Así montado todo el rato, daba vueltas entre el mogollón. Siempre en pie, vigilando, o tal vez solo mirando. Nos miraba a todos. Y las miraba a todas. Vendía fichas en medio de la pista para que no tuviéramos que bajarnos del coche. A veces, nos regalaba una. El encargado no tenía derecho a asiento. Pero era el rey de la fiesta. Y parecía que vigilaba. O quizá, solo miraba. También había gente que miraba desde afuera. Éramos nosotros. Cuando no teníamos pasta para una vuelta, nos apalancábanos en unas barras gordas y de colores primarios. Estábamos acabando la primaria, y por esa misma razón íbamos allí, para mostrarle al mundo que éramos de los suyos. Que no le teníamos miedo a chocar. Al contrario, los choques eran lo mejor. Pero no era lo mismo chocar de lado que de frente. Las palabras no engañan, el encargado de la atracción era atractivo. Parecía un marinero, pero no de los de Alberti. Era como un vigía agarrado al mástil en pleno huracán. El hombre del tiempo nunca decía huracán. Solo decía marejadilla, marejada y fuerte marejada. También decía arbolada, pero ya se le iba la pinza, porque aquí todo eran descampados, y los arbolados estaban en la Conrería, un sitio a donde íbamos los domingos para lavar el coche y abrir sandías, que se repartían entre la familia como una herencia. Las sandías son conscientes de ello y por eso van de luto. Todo ha cambiado. Ahora, ir en coche es un lío. Nunca sabes quién es el dueño, ni quién el encargado.