Vidas cañón
Nuestros padres nos enseñaron que la vida era una sucesión de miserias frente a las que había estar prevenido, pero nosotros creímos que habíamos superado para siempre esa amarga visión de la existencia y que nuestros hijos merecían un mundo feliz. Y aquí estamos, discutiendo entre unos y otros quién ha sufrido más

Un padre y su hijo toman una copa de vino / Morsa Images

Madrid
La inquietud de muchos jóvenes mileniales sobre el futuro de sus pensiones no es gratuita. Son perfectamente conscientes de que, tras haber tardado en conseguir su primer trabajo estable, tienen complicado llegar a cotizar los años exigidos por la Seguridad Social para cobrar una pensión. Y, si lo consiguen, es posible que su cuantía final quede penalizada por los bajos sueldos que ahora reciben y la incierta perspectiva de que puedan mejorar de forma notable en los próximos años.
Que esa preocupación tenga motivos para convertirse en un amargo reproche a los sexagenarios que han llegado ya o lo harán pronto a la feliz condición de pensionistas es más discutible. Si toman como referencia para su enfado los jubilados que cobran más de 2.000 euros al mes, es verdad que no son pocos y que su número está creciendo de forma intensa en los últimos años. Pero también es cierto que son solo uno de cada cuatro. Y que el cuarenta por ciento de los pensionistas no llega siquiera al salario mínimo.
Como todo en la vida, el asunto depende de quién tengamos más cerca para compararnos. Es innegable que ese 25 % por ciento de jubilados que cobran una pensión suficiente para vivir con alguna holgura se siente generalmente satisfecho con su nueva etapa vital. Pueden viajar, realizar actividades culturales y de ocio, y salir con los amigos mucho más que antes de su jubilación. Pero incluso quienes no estén sujetos a algunas de las circunstancias que a veces asfixian esos proyectos personales, como sufrir una enfermedad incapacitante o tener que cuidar a un familiar, se revuelven contra la idea de ser una clase privilegiada que tiene una vida cañón, que es una calificación moral más que socioeconómica.
Puestos a utilizar valores intangibles como medio de comparación, seguro que la inmensa mayoría de los “boomers” cambiaría su cómodo estatus actual por haber tenido una juventud tan cañón como la que han tenido sus hijos hasta su incorporación al mercado laboral. El grado de libertad personal, social y política, el acceso masivo a la educación superior -España es uno de los países europeos con más proporción de titulados universitarios con menos de 35 años-, las facilidades para viajar y las alternativas de ocio que la generación joven ha tenido constituyen un modelo de vida que sus mayores ni pudieron soñar y que envidiarán para siempre.
Como la vida a menudo se desarrolla como un emocionante melodrama, esa misma generación que ha tenido la fortuna de crecer en un entorno idóneo se ha dado de bruces con una doble bofetada de realidad. Nuestro país no ha sabido crear los buenos empleos para los que ellos se habían preparado, condenando a muchos de ellos al subempleo, la precariedad y los salarios inmoralmente bajos. Les hicimos creer que este iba a ser un país de ingenieros bien pagados como Alemania y en su lugar se han encontrado con el viejo país que ya conocían, encantado de ser el paraíso de los turistas, las tapas y las terracitas. No podemos extrañarnos de que algunos de ellos, a causa de su frustración, piensen que ha sido una gran estafa.
Para no pecar de pesimistas, es posible agarrarse a la esperanza de que es una situación que podría cambiar a mejor. De hecho, el crecimiento del empleo cualificado es una tendencia bien asentada en los últimos años, aunque a algunos ya les llegue un poco tarde.
Pero en ese contrato entre generaciones ha habido un segundo malentendido que tiene peor pronóstico. Porque la idea de que la vida puede ser tan feliz, indolora y risueña como un anuncio publicitario, como seguramente se dio a entender a muchos de esos jóvenes, les ha impedido desarrollar las defensas para protegerse y soportar las graves inclemencias de la vida real. Sí, de eso somos ciertamente culpables: nuestros padres nos enseñaron que la vida era una sucesión de miserias frente a las que había estar prevenido, pero nosotros creímos que habíamos superado para siempre esa amarga visión de la existencia y que nuestros hijos merecían un mundo feliz. Y aquí estamos, discutiendo entre unos y otros quién ha sufrido más.

José Carlos Arnal Losilla
Periodista y escritor. Autor de “Ciudad abierta, ciudad digital” (Ed. Catarata, 2021). Ha trabajado...




