El Monstruo de Florencia: parte I
Abrimos el 'Juzgado de Guardia' para desentrañar el caso atemorizó Italia durante casi dos décadas
El Monstruo de Florencia: parte I
La noche del 22 de agosto de 1968, en una casa de campo de la Toscana, sonó el timbre a las dos de la madrugada. Fuera, bajo la lluvia, había un niño de seis años pidiendo albergue. Aquella noche comenzó la pesadilla del joven Natalino Mele y, sin saberlo, la de una nación entera.
Natalino se convirtió, sin quererlo, en la primera voz del miedo moderno en Italia. Durante casi veinte años, un asesino en serie de parejas —el primero de la historia del país— actuó en silencio. Quien los periódicos bautizaron como El Monstruo de Florencia, acudía a los descampados donde los jóvenes experimentaban su deseo y los asesinaba a quemarropa. Entre 1968 y 1985, siete parejas fueron asesinadas en las afueras de Florencia.
En la Toscana de los setenta —atrapada entre la modernidad y la tradición machista y moralista— la libertad se vivía en los coches, en los caminos... en lo que allí llamaban camporella. Pero el monstruo cambió aquello, porque, de pronto, el deseo se volvió peligro. Los padres prohibieron salir de noche, las parejas aparcaban en grupo para sentirse seguras y el Ayuntamiento repartía octavillas advirtiendo a los jóvenes. A la par del miedo, también crecieron el moralismo, la mojigatería y el patriarcado.
La primera víctima fue Barbara Locci, la madre del pequeño Natalino Mele. Tenía 32 años y estaba en un coche con su amante, Antonio Lo Bianco, cuando los asesinaron. En el asiento trasero, dormido, estaba su hijo. Cuando despertó y se encontró con los cuerpos, caminó descalzo durante kilómetros, en plena noche, hasta llegar a una casa donde pedir ayuda.
Aquel primer crimen se resolvió mal desde el principio. La policía detuvo enseguida al marido de Barbara, Stefano Mele, por ser un hombre celoso con antecedentes de violencia doméstica. Mele confesó enseguida, diciendo que lo había hecho por honor, aunque su versión cambió varias veces: primero afirmó que actuó solo, luego señaló a familiares suyos, después se desdijo y aseguró que le habían obligado. Y, aun así, fue condenado.
Barbara fue una víctima doble. Primero, de quien apretó el gatillo y, después, de una sociedad que la juzgó con el dedo. Los periódicos hablaron de su "vida ligera". Pocos mencionaron que era una mujer humilde, aislada en un matrimonio violento y con un hijo pequeño a su cargo. El crimen se interpretó como castigo moral, no como asesinato. La mirada machista convirtió la tragedia en lección de moral. Se decía que "una mujer decente no estaría en un coche a esas horas". Y, bajo esa lógica, el monstruo parecía menos monstruo. Fue la primera distorsión del caso: el mal se blanquea cuando encaja en el prejuicio.
Cuando en los años setenta aparecieron nuevos crímenes con el mismo patrón, la policía se dio de bruces con una contradicción imposible: el supuesto asesino del 68 estaba en la cárcel. En busca de respuestas, al principio pensaron que había un imitador y después se habló de una banda familiar de los parientes de Mele. Todo con tal de que las piezas del puzle siguiesen encajando. Pero... ¿por qué habría confesado Mele un crimen que no había cometido?
Stefano Mele era un hombre con poca instrucción que había sido humillado públicamente por los amores de su mujer. Al verse acusado por la policía y señalado por su propio pueblo, la confesión se convirtió en una vía de escape moral. Fue su forma de recuperar su masculinidad y su orgullo, aunque lo condenara para siempre.
La segunda distorsión del caso, fue el drama jurídico. La justicia se apoyó en un falso culpable porque encajaba en el relato social del "marido ofendido". Pero, cuando luego los asesinatos continuaron, la policía se vio obligada a aceptar que el monstruo seguía libre. Para intentar recuperar su credibilidad. buscaron un nuevo rostro para el miedo: Pietro Pacciani,
Era un hombre campesino, tosco, sin estudios, violento, que vivía a las afueras de Florencia. Había estado en prisión por haber matado años atrás a un hombre que cortejaba a su novia —en defensa de su "honor", otra vez—, y también había sido denunciado por abusos a sus propias hijas. Como su aspecto y su pasado encajaban en la mente colectiva que necesitaba un culpable, la policía construyó un relato a su medida.
Entre rumores y testigos dudosos, la prensa que lo convirtió en El Ogro de Mercatale y la policía lo detuvo en 1993, veinticinco años después del crimen de Barbara Locci. Aunque Italia respiró aliviada, a Pacciani le destruyeron la vida: registraron su casa decenas de veces, los vecinos le escupían al pasar, los periodistas acampaban frente a su puerta... Durante el juicio, el fiscal aseguró que se trataba de rituales satánicos y que Pacciani actuó con ayuda de dos viejos amigos —Mario Vanni y Giancarlo Lotti—. Los bautizo como "los compañeros de merienda", y el término se hizo tan popular que se convirtió en sinónimo de conjura sucia.
Lo condenaron en primera instancia, pero la sentencia se derrumbó en apelación: faltaban pruebas y sobraban hipótesis. Por culpa de la presión mediática, la necesidad de resultados y el miedo, el sistema judicial cayó en la tentación de fabricar al culpable que la sociedad exigía.
A día de hoy, el caso sigue sin resolverse. Los sumarios y las crónicas judiciales recogen tres grandes hipótesis: fue un asesino único, fue una banda de asesinos de mujeres y la "pista sarda". La semana que viene repasaremos cada una de las posibilidades.