Las canciones eternas de Tánger
Esos ancianos, que parlotean el castellano, pasan las horas tocando canciones, bebiendo té con menta y fumando ajenos al paso del día. La gente entra y sale del cuarto, frente al museo de la Kasbah, y los músicos pasan de cuatro a ocho y luego, a seis. Tocan violines, panderetas y laudes en canciones de gran hermosura que hablan de amores lejanos. Su música conecta con el flamenco y se pierde en la tradición, en el génesis de la cultura árabe e ibérica conectando dos países a los que hoy en día separa más de lo que une. Entre canción y canción hablan de la vida, de fútbol. Los más mayores, que son mayoría, recuerdan al Madrid mágico de Gento, Puskas y Di Stefano. Los más jóvenes, de cincuenta para abajo, son fanáticos del gran Barcelona del último lustro, el mismo que viste a todos los chavales de la calle con camisetas de Messi, Iniesta o Xavi.
Entrar en este estrecho y alargado salón te hace, como todo Tánger, perder la noción del tiempo. La música de estos hombres resulta profundamente hipnótica, sedante y analgésica y uno entiende que el día les vuele sin darse cuenta. "Pasamos diez horas al día aquí", explica Hassan, un tipo entrañable y cercano que hace las presentaciones de rigor. "Empezamos como a las diez de la mañana, paramos para comer y luego seguimos hasta la noche", añade en un torpe pero comprensible castellano. Cada cierto tiempo se asoma algún turista y la mayoría entran a tomar un té y a escuchar alguna canción. Al cabo de un rato entra un chico que no debe tener los treinta, lleva gafas de pasta, pantalones vaqueros y agarra una pandereta para incorporarse a la canción con una sonrisa en la cara y saludando con la cabeza. A la que unos entran, otros salen afuera a fumar mientras la música, esas tristes canciones sobre el amor, sigue sonando sin grades interrupciones. Se trata de canciones viejas, la mayoría sin autoría conocida, que suenan día tras día, marcando el paso del tiempo, de la vida, sin que nada parezca cambiar en esta urbe centenaria en la que los relojes nunca tuvieron el poder que se les concede en Europa. Aquí, el paso de las horas lo marcan las canciones, el lirismo del laúd, el llanto de los violines, la alegría contenida de las panderetas y el hipnotismo de los cajones y tambores. "Llevamos 25 años viniendo cada día", señala Rashid, un señor de rostro tan arrugado como amable, que acaricia un destartalado violín con la misma entrega que el primer día que entró en este cuarto, hace ya una vida.
Aquí la música recupera su esencia original, la de transmisora de historias, la de pasatiempo gratuito, la de juntar a los amigos para ver volar las horas entre notas cargadas de emoción. Las cosas se muestran de nuevo simples, como fueron en los días previos a que el mundo se volviese loco y empezase a girar demasiado rápido. En ese cuartucho alejado de todo se juntan distintas generaciones y distintos instrumentos para abrazar el pasado, sin nostalgia, sin un plan de salvamento, de modo tan natural y apasionado que resulta hermoso ser testigo de un momento que es especial aunque mañana se repita de nuevo.




