Omertá

Madrid

Nadie sabe nunca nada. La omertá, supremo principio moral de las sociedades mafiosas, impera en nuestra vida pública. No es tan extraño. La corrupción en España es un fenómeno familiar, asunto de padres, de hijos, de cuñados. Así se han tejido las redes clientelares que han expoliado el patrimonio público, no cuentes lo mío porque cuento lo tuyo, no toques a mi cuñado porque denuncio a tu hermano, etc. Por eso, ahora nadie sabe lo que ha firmado, ni de dónde salía el dinero que se gastaba, ni quién se lo pagaba, ni en qué paraísos fiscales está su propia fortuna. Esto sí que es cultura mediterránea, y no el tinto de verano.

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La ley del silencio otorga relevancia al caso del pequeño Nicolás. Lo que no debería haber pasado de una anécdota, un joven desequilibrado, con un afán de notoriedad patológico, se ha convertido en un síntoma de la debilidad del sistema, la firmeza apenas aparente de un edificio agujereado en sus cimientos por el topo de la corrupción. Como nadie sabe nunca nada, y nadie dice nada jamás, ¿quién se arriesga a llevarle la contraria a un chico tan bien relacionado, a juzgar por las fotos que cuelga en el Facebook? Las instituciones implicadas, desde el PP a la Casa Real, guardan silencio, pero Nicolás pinchaba teléfonos, pagaba escoltas, llevaba sirenas policiales en el coche. ¿Eso no va a explicarlo nadie? El silencio, en estos momentos, ya no es un sinónimo de discreción, no es un rasgo de elegancia, ni siquiera una elección personal. El silencio culpable encubre delitos. En eso consiste la omertá.