Calvary. Buen tono, mal tema

Madrid

Hay actores que enamoran. Es el caso del orondo y desaliñado Brendan Gleeson que se ha convertido en el fetiche del director John Michael McDonagh que ha intentado repetir el doble idilio que tuvo con Irlanda y Gleeson en su opera prima, El Irlandés (2011). Con Calvary, Mc Donagh da un paso más en el casticismo irlandés y se cae de bruces en el pantano del catolicismo y la pederastia. Planteado como un thriller de una muerte anunciada, el personaje de Glesson – un buen sacerdote- se enfrenta a la creíble amenaza de una víctima de abusos sexuales de su infancia que se planta en su parroquia clamando venganza.

Calvary es una tierna reflexión sobre el adiós a la vida, la aceptación de la muerte y la fragilidad humana. Todo ello ambientado en un pueblo irlandés que reúne todos los tópicos nacionales. El inmenso Brendan Gleeson sostiene sobre sus hombros los pasos de este calvario con su habitual talento y solvencia. La historia es una mera sucesión de diálogos chuscos y personajes delirantes que atormentan al pobre cura, que va lidiando con los creyentes, no creyentes y parroquianos del pub de su pueblo mientras espera que la parca venga a por él.

El problema es que Mc Donagh, guionista y director, va enredándose en sus propios chistes y estampas pintorescas y se aleja del corazón trágico de la narración: la pederestia queda como chispa de ignición que el cineasta solventa con una facilona llamada a la recuperación del perdón. ¿Perdón? Mc Donagh se queda muy corto en el retrato del personaje, del país y la tragedia que utiliza como Mc Guffin. Calvary es efectiva en sus gags, pero tremendamente superficial. Acierta en tono, pero ha escogido un tema que sencillamente no sabe cómo tratar.