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Marcado por un gol

El hombre que murió dos veces

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Madrid

En Brasil, la mayor pena que impone la ley es de 30 años de cárcel. Nuestro protagonista cumplió más de cincuenta por un crimen que no cometió, aunque muchos le señalaban como el culpable. Se trata de Moacir Barbosa, un portero, un hombre, marcado para siempre por una derrota.

Barbosa nació en 1927 en Sao Paulo, y pronto fue considerado como una gran promesa como guardameta. Con el Vasco de Gama tocó la gloria, y de ahí pasó a defender la portería nacional. Seguro, elástico y con buena colocación. Se consolidó como el mejor portero brasileño del momento, e incluso se habla de él como de uno de los mejores cancerberos de la historia del fútbol de su país. Hasta que llegó el Maracanazo.

El 16 de julio de 1950 se disputaba el último partido del Mundial. El anfitrión, Brasil, se enfrentaba a Uruguay, que era poco más que un convidado de piedra en la gran fiesta brasileña. 100.000 palomas esperaban ser lanzadas al aire para celebrar el triunfo, y se habían encargado cientos de miles de globos, pañuelos y corbatas con la inscripción “Campeaos do mundo”.

El escenario, Maracaná, el mayor estadio del mundo. Más de 200.000 personas lo abarrotaban. Brasil, tenía el mejor equipo y había arrasado en la competición. Un empate le valía para ser campeón. Porque antes era una liguilla, y no un Mundial como lo conocemos ahora. La euforia estaba desatada antes de tiempo.

Brasil domina y se adelanta por medio de Friaça nada más empezar la segunda parte. Pero dos goles de Uruguay, marcados por Schiaffino y Ghiggia cambian historia. “Sólo tres personas han conseguido silenciar Maracaná: El Papa, Frank Sinatra y yo”, dijo Ghiggia décadas después.

El final del partido fue un velatorio multitudinario. Uruguay recibió la Copa a escondidas. No hubo celebración ni vuelta de honor. Brasil quedó instalado en un estado de shock, depresión y vergüenza; Algunos aficionados la emprendieron con los jugadores. El seleccionador, Flavio Costa, tuvo que abandonar Maracaná 24 horas más tarde disfrazado de mujer. Pero el blanco principal de las iras fue otro, el portero, Moacir Barbosa.

Su delito: dudar si atrapaba o depejaba la pelota en el gol de Ghiggia. Él pensaba que era un centro, pero escuchó el silencio del estadio y supo que era el final. La pelota estaba en la red.

Le señalaron de manera vitalicia. No volvió a la selección. Siguió jugando a buen nivel en el Vasco de Gama, pero en 1953 una lesión le apartó del deporte de elite.

El destino, y sus caprichos, le llevaron a trabajar en el mantenimiento del estadio de Maracaná. Cuando fueron a cambiar las porterías, Barbosa pidió quedarse con la que le había marcado la existencia. Quemó los postes, el larguero y las redes, pero eso no hizo desaparecer el estigma. En los años 80, contó que una mujer le había señalado con el dedo mientras le decía a su niño: “Mira hijo, ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil”

Hubo incluso humillaciones públicas. En 1994, Mario Zagallo, ayudante del seleccionador Parreira, le impidió que saludara a los jugadores en una concentración por miedo a que gafara al equipo.

Moacyr Barbosa, el ágil y seguro portero carioca, el hombre marcado de por vida por un crimen que no cometió, falleció en el 2000 a la edad de 73 años. Aunque había muerto mucho antes, en aquel Maracanazo de 1950.

 

 
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