Rajoy, el español medio

Madrid

Una de las imágenes más descriptivas que recuerdo de Mariano Rajoy es en un balcón. Pero no el balcón de Génova, sino el de su apartamento de la playa de Sanxenxo, en el que celebraba victorias más íntimas. Se apoyó en la barandilla y se puso a vigilar la playa en hora punta, un poco como el guardián entre el centeno. Aquello se producía en 2010 y venía a definir una época inaugurada un año después, la de su gobierno, porque él estaba en la oposición. Yo le pregunté si cuanto peor le fuera a la playa mejor le iría a él, y contestó que efectivamente era una posición incómoda, mirando sombrillas, pero que España estaba por encima de todo. El caso es que recuerdo esa postura suya cada vez que hay movimiento en la política española: un señor contemplativo, un poco ajeno, por el que pasan las estaciones como si en lugar de un candidato fuese una marea. Tan quieto que es prácticamente un punto cardinal. Alguien que electoralmente ha tenido la mejor de las suertes, que yo creí que era lo peor que le podía pasar: que sus rivales fuesen todos mucho más jóvenes que él. Un hándicap que explotó.

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Eso cambia la estrategia, o la acentúa, de algún modo. De repente Rajoy, ya hombre dado al despiste y a las frases de perogrullo, se pone a encarnar a un tipo de español medio que levanta simpatías también entre la izquierda. Más allá de los mensajes políticos, que así también funciona España, el candidato al que más ganas dan de apadrinar es él: un señor de obviedades que conecta enseguida con la audiencia media, la audiencia que no está combatiendo por el voto ni se presenta muy ideologizada.

De alguna manera ha explotado bien su carácter. Entre el marianismo siempre se ha dicho que había que acercar a Rajoy al pueblo. Que había que sacarlo de La Moncloa para que se emocionase con las alcachofas y depositarlo frente a Bertín Osborne, frente a María Teresa Campos, frente a Pablo Motos. La Santísima Trinidad del periodismo político español.