Como mi padre

Madrid

Cuando era un niño, pero ya no tanto, lo suficiente como para saber del mundo y la naturaleza que algún día él también sería padre, se juró que nunca sería como el suyo. Por entendernos, el suyo fue un padre a la antigua, severo, distante; no se le molestaba con las complicaciones de los chicos, que se esperaba de la madre que arreglara. Si se escuchaba la frase temida Espera a que se entere tu padre, los tres hermanos temblaban. Espera a que se entere tu padre significaba una mirada gélida, un cinturón que volaba de las presillas y que golpeaba, no demasiado fuerte, cinco veces. Claro que hacía daño, pero no tanto. El dolor perduraba en algún lugar de la frente y del miedo, no en el cuerpo. Cuando murió, se dio cuenta, con pena, de que no conocía apenas a su padre.

Se juró que no sería nunca así. Y estuvo presente en el parto de los niños, no se perdía la hora del baño, jugaba con ellos, cambiaba con repugnancia algún pañal. Jamás les puso la mano encima. Los primeros años no exigían mucho más, los siguientes, mucho menos. El trabajo peligraba, el matrimonio aguantaba, los hijos aprobaban; buenos chicos, no daban problemas. Sin darse cuenta se hicieron mayores. Y un día, en la mesa, cuando los miró, inmersos en su mundo, sin hablar, se preguntó si ellos estarían jurándose lo mismo: no ser como él, como su padre.