Cerezas

Madrid

Marta no se daba caprichos. No porque no quisiera, entendámonos, sino porque hay que elegir, y no llega para todo. Vivía desde hacía siete años en Aberdeen tan al norte, tan caro, y aún no se había acostumbrado a los inviernos eternos, a las noches que se iniciaban a las tres de la tarde y a la soledad, aunque quizás fuera esto último lo que mejor soportaba.

No se daba caprichos, pero de vez en cuando, si sentía que estaba alcanzando ese punto de romper a llorar desesperada sin saber por qué compraba algún capricho que le recordara su país: unas naranjas carísimas, cada una envuelta en papel de seda como una reliquia, o una cajita de cerezas con una etiqueta conocida.

El resto de su vida le complacía: un trabajo interesante, dinero, más o menos, y la esperanza de, en pocos años regresar bien situada a su ciudad y comenzar allí de cero. Si acababa esta maldita crisis, o lo que fuera que estuviéramos viviendo ahora.

Esa tarde se detuvo en seco, en mitad de la calle. ¿Soraya?Preguntó, con una vacilación. La mujer se volvió. ¿Marta? No podía ser. El mismo colegio, el mismo instituto. Habían sido vecinas, y no se llevaban demasiado bien; pero allí, en mitad de High Street, con las bolsas del supermercado en la mano, con dos naranjas envueltas en papel de seda y guantes de lana contra el frío eran de pronto hermanas, gemelas, siamesas.