Cinco minutos más

Madrid

Hace un frío que humedece las mantas y que hace que mi madre se acuerde de los desdichados que esta noche no habrán dormido bajo techo. Estos días de vacaciones me deja dormir un poco más, en teoría, porque ella se levanta a la misma hora, y comienza a trastear por la casa mientras canta. Qué chorro de voz, qué soprano ha perdido el mundo con mi madre.

Sé que debería aprovechar para hablar con mis padres y decidir qué hacemos con las clases. A ellos les avergüenza que el tema salga, si no lo traigo yo a la mesa, después de los polvorones. Un vergüenza difusa, porque ni ellos ni yo hemos hecho nada mal. La vergüenza de los inocentes, de los que piden lo que les corresponde cuando nunca se han atrevido a alzar la voz.

El instituto dejó claro que no nos iba a apoyar. Que yo estaba en mi derecho de cambiarme de clase, pero que después de las amonestaciones a unos y a otros, caso cerrado. A mi madre se le saltaron lágrimas de indignación cuando lo oyó.

-Y a mi hijo, ¿quién le quita el miedo del cuerpo? ¿Y los golpes que se llevó?¿Quién le devuelve las horas sin dormir?

Sé que hay que abordarlo, pero mi ansiedad me aprieta la boca del estómago con una mano de acero. Escucho a mi madre cantar a voz en grito, sé que no volveré a mi instituto y por un momento, bajo las mantas, todo está bien, todo es cálido y amoroso. Y yo también canto.