Chernobil

Madrid

Me he enterado de que se puede visitar Chernobil, de que hay visitas guiadas por esa ciudad fantasma, abandonada tras un anochecer inolvidable, dicen algunos, de un colorido extraordinario por la radiactividad. Había un paseo, un mirador, en el que muchos ciudadanos se agruparon sin saber que se encontraban expuestos a la radiación de manera directa. Luego llegaron las noticias, la desinformación y el silencio.

Ahora, en cambio, el viajero puede acercarse hasta una zona límite de seguridad: el bosque que rodea la ciudad fantasma ha regresado, dicen, a una situación casi primigenia. Los lobos y los pájaros, las especies que han sobrevivido, llenan las noches de ruidos y gemidos. La vegetación que no quedó arrasada por lo que ocurrió aquel día ha hecho lo que la vida salvaje: devorar el pasado y evolucionar.

Me veo de nuevo en la salita de mi casa, con los libros tirados en la alfombra y yo tirado sobre los libros, unos deberes inacabables en tarde infinitas. La radio daba noticias de esa ciudad remota en la que un reactor había explotado, o quizás ardía, o quizás desprendía fuego frío. Durante semanas seguí aquella pesadilla que ocurría en otro país pero que se propagaba en cenizas y en verduras contaminadas, y en niños que morían de cánceres imposibles, y en liquidadores con zapatillas de lona que se inmolaban por la ciudad.

Fantaseo. Puedo, si me atreviera, ir a ese territorio mítico. Me imagino entre los zapatitos abandonados de aquellos niños, entre las calles trazadas con precisión. Con diez años era un héroe. Ahora no sé que soy.