Procrastinación

Madrid

Tengo que estudiar. Miro las hojas pendientes, veintisiete capítulos, algunos subrayados con rotulador fluorescente, territorios ya explorados con marcas de pioneros naranjas y fucsias en los márgenes. En otros ni siquiera he posado la vista. Más allá hay monstruos.

Más allá de la ventana esa palmera oscila. Se mueve con una gracia que ya cantó Homero, que comparó a las caderas de una bailarina, ¿O era a la mujer a la que comparó con la ondulante palmera? Esa palmera la plantaron mis vecinos cuando yo era un niño, pero hoy la miro con un cuidado diferente. Me levanto, echo un cigarrillo con la ventana abierta. Qué buen tiempo hace, maldita sea.

Tengo que estudiar. Fósforo. Potasio. Necesito potasio. Apago la colilla contra la repisa y bajo a la cocina. No hay plátanos. Anoto con letra bien legible Comprar plátanos. Chocolate sí que hay. Con leche, el que menos me gusta. Como una onza. Dos. Trece. Me mancho la camiseta. Suelto una maldición. Qué fastidio, tengo que estudiar y aquí estoy, perdiendo el tiempo.

Sin camiseta no puedo. No hace tanto calor. Abro el armario y me recibe un acordeón de prendas desarmonizadas. ¿Qué ha pasado aquí? Se habrá quedado encerrado el gato… o eso parece. Es un contratiempo, tengo, debo estudiar los temas pendientes, pero mi orgullo no puede pasar por alto ese armario. Invado la cama con las prendas maltratadas, estiro con mimo las costuras, doblo las camisetas como un profesional. Impecable. Miro a mi alrededor. Me siento. No lo soporto. Llevo toda la mañana estudiando.