Mármol

Madrid

El mostrador de la tienda del chino parece de mármol en un primer vistazo: luego se ve que es cello, tantas veces pegado y retorcido que imita las vetas en la piedra. Da un poco de asco, pero resulta fascinante al mismo tiempo. Como la misma tienda.

El dueño se llama Juan, o eso me dijo una vez. Supongo que será Huang. A veces, cuando bajo a comprarle muy tarde, muy triste, y me asalta la sensación de que somos los dos únicos habitantes vivos, o al menos despiertos, de la ciudad, quisiera preguntarse su historia, de qué provincia viene, si, como presumo, es hijo único. Pero siempre me invade la vergüenza, ese hombre está trabajando, y aunque casi todos vengamos a comprarle una botella de alcohol, no es un camarero, no se le dejan propinas que le compensen las confidencias. Juan abre cuando toda la ciudad ha cerrado ya sus bares y solo quedan las tiendas como las suyas para un alivio momentáneo de la soledad y los vicios. Chocolates y chucherías, vino y licores, y guisantes verdes, aunque para qué quiere alguien comprar guisantes verdes a las tres de la mañana es algo que se me escapa.

Y ahí estamos los dos, él apoyado sobre su falso mármol con una televisión mínima que aulla en chino bajo el mostrador, yo con un billete de diez en la mano. No sé si somos los seres más solitarios de la ciudad. Pero a veces me gusta exagerar un poco y creerme en una película. Qué aburrida sería la vida, si no.