Los del segundo

Madrid

Se han mudado hace muy poco al segundo: son una pareja ya mayor con dos niños pequeños. Son sus nietos, a su hija la mató el marido, y luego se suicidó. Cuando nos enteramos, todos recordamos la noticia, con un ejercicio de memoria que dolía al desperezarse. La degolló, una historia terrible. Un número en la lista anual de mujeres muertas.

Nos cruzamos con ellos, sobre todo con la abuela, con cierta frecuencia. Se produce un silencio compasivo, una incomodidad que no nace de ellos, ni tampoco de nosotros, sino de la certeza profunda de que algo va mal, de que si miramos de frente la situación nos ciega, como un sol negro que absorbiera energía y vida. No sabemos cómo comportarnos. Todo resulta falso, sabemos y saben que sabemos, pero ¿qué decir?

Los niños son pequeñitos, y sobre el mayor es muy gracioso, muy descarado. La abuela le aparta los dedos de los botones del ascensor, deditos pegajosos que quieren llegar más arriba de lo que pueden. Le gustan los corroscos del pan, y, como a todos los niños, los coches. Están de alquiler. No sabemos si veremos crecer a esos niños o si se irán al cabo de un tiempo, aún casi desconocidos para todos. Todos los días preparamos alguna frase para decirle a la abuela, algo que le transmita que la apoyamos, que la entendemos, que estamos para lo que necesite. Pero no se nos ocurre nada para tapar un poco la enormidad de ese dolor. La miramos, sonreímos. Le damos un corroscos de pan al niño. Decimos que vamos al sexto.