El viejo que recetaba discos de blues
Un recuerdo a aquellos tenderos que vendían discos de música como si fuesen medicamentos para el alma
Madrid
La primera vez que me rompieron el corazón, me compré un disco. Fui a una tienda, ya cerrada hace años, y disimulando mi angustia pedí consejo tras rebuscar un rato entre las decenas de cajas llenas de nombres desconocidos. Ese día me lleve a casa mi primer álbum de blues, uno con un negro de sonrisa tibia en la portada. Mil pesetas, el equivalente a dos whiskies segovianos en un bar barato me costó aquel maldito cedé. Ya en casa, me senté en mi cuarto y me dispuse a multiplicar mi dolor adolescente. Pero me equivoqué en mi compra. Me equivoqué mucho y aquel disco, lejos de hundirme en mi tragedia sentimental, tal y como pretendía, me sacó de ella. Aunque aquello me rompió los esquemas, poco a poco fui aceptando el nuevo rumbo que me marcaba aquel negro de rosto amable tan poco dispuesto a cumplir mis expectativas sentimentales.
Ahora, muchos años después, no me importa reconocer que aquello me decepcionó. Yo quería llorar, purgar mi frustración para consumirme y renacer de mis cenizas. Sin embargo, aquel bluesman tenía poca intención de cumplir con la tarea que yo le había asignado. Canción tras canción, un nuevo mundo se fue abriendo ante mis ojos. El mundo del blues eléctrico. Aquel tendero, que apuraba los últimos años de su negocio, se negó a echar un par de palas de mierda sobre mi angustia. En lugar de eso, me recetó un disco de Muddy Waters que me ha acompañado desde entonces y que solo escucho en ocasiones especiales. Aquel jodido disco me ha costado un par de miles de euros. Sofocó el mal de amores, cierto, pero sembró otra semilla en mi interior: la pasión por la música. Un amor que con los años no ha hecho más que crecer, expandirse y costarme una cantidad de dinero con la que podía haberme comprado la destilería segoviana. Con el paso del tiempo me he hecho más cínico, más quejica y seguramente más cabrón, pero por fortuna sigo disfrutando de la música con la misma energía que aquel adolescente llorón. Ese es, quizá, el mayor legado de aquel romance ya olvidado.
Muddy Waters también sintió el dolor en su vida. Uno, sin duda, mucho mayor que el mío. Dejó el colegio siendo un niño para trabajar en el campo y a esa vida estaba abocado hasta que el documentalista Alan Lomax se cruzó en su camino. Lomax, como yo, iba buscando otra cosa. En este caso a Robert Johnson, a quien yo descubriría más adelante. Pero se topó con Waters y cambió su vida y por extensión la mía. Cuando Waters escuchó por primera vez su voz grabada, se vino arriba. Dejó la maldita granja, cogió sus bártulos y se marchó a Chicago a ser músico. Waters había conocido el lado amargo de la vida y había aprendido a cantar sobre ello. Pero cuando llegó a Chicago, crecido como estaba, decidió que su música no serían lamentos ni quejas. Sería salvaje, sexual, potente y arrebatadora. Aquello que yo descubrí sesenta años después a muchos kilómetros de distancia.
Muddy Waters decidió no quejarse y convirtió el blues en una fiesta eléctrica, lo que le costó una importante pitada cuando se presentó por primera vez en Inglaterra a finales de los cincuenta. Supongo que aquellos chavales también esperarían llorar sus penas. Dando electricidad a su música, Muddy Waters cambió el blues. Fue más allá del lamento y buscó el lado festivo, la reivindicación de la felicidad, de la vida, de lo bueno que hay en ella.
Esta semana concluye un viaje de tres meses de radio. Tres meses de Sofá Sonoro, trece programas que hemos dedicado a algunas de las bandas más importantes del siglo XX. Un viaje que ha tenido de banda sonora a Guns and Roses, a Tom Waits, a la Velvet, a The Band, a los Doors o a Billie Holiday. Un viaje que hemos disfrutado y en el que hemos aprendido mucho de todas estas bandas y artistas. En el que hemos visto los errores de aquellos chavales que cambiaron la música, en el que hemos disfrutado de los discos que dejaron su huella en la vida de millones de personas de todos los países y culturas. Una aventura musical que llega a su final y para esta última parada hemos elegido a Muddy. Por muchas razones, pero principalmente por una, una muy personal, porque me enseñó a amar la música con una pasión perenne y sincera.