Metallica y el arte de envejecer
Más de 30 años después de comenzar su viaje musical, Metallica regresa a España dando una lección sobre cómo envejecer
Barcelona
Si en 1981 le dicen a James Hetfield que treinta y siete años más tarde iba a coquetear en un escenario con drones, primero preguntaría que qué narices es eso, y en segunda instancia abortaría cualquier posibilidad con una negativa rotunda. Lo que aquél muchacho de San Francisco no imaginaba es que a día de hoy, en su parcela y como amo de ese territorio, sería el Rey Midas del metal con un imperio de un valor incalculable, en lo logístico y en lo económico. De hecho, Metallica hace años que no esconde nada, sus movimientos son de dominio público, con el documental Some kind of monster se quedaron a propósito en paños menores, con sus vergüenzas al aire, y si entonces recibieron más palos que palmaditas en la espalda, el tiempo les ha acabado dando la razón. Aquello no era más que una estrategia, una jugada maestra. Demostrar tus debilidades cuando el planeta entero cree que eres indestructible, y de ese modo, relativizar para administrar sustos y fracasos. En su cuartel general nada es porque sí, cada impulso está estudiado. Incluso un disco como St.Anger sigue siendo un misterio; el porqué lo grabaron de una manera tan ruda, tan desordenada. Una astucia con la que llamaron la atención, una campaña de promoción fantástica. Al final, tanto daba si ahí había mejores o peores canciones. Hicieron ruido (nunca mejor dicho).
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En 2017, para generar expectativas tras nueve años sin grabar nada, pusieron en práctica ideas con el fin de llegar raudo a todo el mundo, con métodos distintos (videoclips específicos como adelanto), utilizando a gente que igual no son de su cuerda, y que en cambio no desentonan, dotando al producto de un carácter fresco e intrépido, casi al límite. En un ejercicio habitual con figuras como Adele o Ed Sheeran, en el programa de Jimmy Fallon los miembros de Metallica comparten previo con The Roots, estos van con camisetas de los de la bahía, Hetfield con una prenda anunciando a su anfitrión, y Lars Ulrich con el logo icónico de Ramones con las letras de The Roots. Montan su propia fiesta, como si se fueran de excursión en el bus escolar, con todos los instrumentos posibles a mano, tocan Enter Sandman eufóricamente, con sentido del humor, un gancho (otro más) para caer en sus garras. Montarse sin disimulo en el Carpool Karaoke en The Late Show with James Corden cantando Diamonds de Rihanna es otro movimiento inteligente, otro paso para que las generaciones que no tomaron del biberón de Kill em´all y ni siquiera de Black álbum (el disco que rompía las reglas y las barreras que podían existir el heavy metal y el rock sin más etiqueta que esa), sepan que esos cuatro músicos tienen alma de superhéroes de cómic para ellos, con el permiso eso sí, de los mayores.
Como sucede con AC/DC y sus cuernos enrojecidos, o en menor medida con The Rolling Stones y su popular lengua, en este caso los hijos cogen el testigo de sus padres, hacen suyo ese patrimonio simbólico. Y Metallica, conscientes de esa circunstancia, allanan el camino en sus conciertos (rodeados de cuarenta cubos móviles que advierten sobre el pasado y alumbran al presente), aplauden a los que les vieron por primera vez en cada ciudad, premian así la fidelidad, y llaman al orden a los más pequeños, les animan a seguir con su fe, asegurarse el futuro con una simple señal. Atienden a sus consortes con una imagen acorde a los tiempos, un discurso con proclamas ya vistas y sintonías amorosas previsibles, y sin embargo, alimento para envejecer con el mismo arte con el que Lars Ulrich compra cuadros a precios desorbitados mientras descorcha champagne francés (otro descubrimiento del controvertido documental). Se apuntan tantos, ganan pequeñas batallas, sonríen cuando toca (Robert Trujillo es un maestro en eso) y aparecen cuando tienen algo en juego (Kirk Hammett continúa con ese perfil discreto pero básico para el grupo). Y se rodean adecuadamente, conservar el espíritu joven aunque pinten canas sin hacer el ridículo tiene mérito. Es decir, que Lady Gaga cante contigo en la gala de los Grammy como si ella llevara toda la vida a tu lado entre llamas y decibelios es algo que suma. Eso lo pueden hacer Metallica y Tony Bennett, el eterno seductor que también le guiñaba el ojo a Amy Winehouse. Una manera como cualquier otra de envejecer con garantías, la de los firmantes de Master of puppets está probada.