Sonny Boy Williamson, el maestro negro de los héroes blancos
El bluesman estadounidense se instaló en Londres a principios de los años sesenta influyendo a los grandes nombres del rock de la siguiente generación
Madrid
Hacía un frío del carajo aquella noche de diciembre, un frío terrible para estar en un pub londinense pobremente calentado con una estufa eléctrica. Era invierno de 1963, aún no había caído la noche, y el escenario ya estaba helado, demasiado helado para un viejo bluesman negro rodeado de ingleses blanquitos que podían ser sus nietos. Pero él los había elegido después de verlos en su día libre del Blues and Folk Festival con el que recorría Europa acompañado de Muddy Waters o John Lee Hooker. Los había visto y le habían gustado, tanto que cuando terminó la gira en Alemania, el bluesman volvió a Londres, preguntó por los chavales y grabó, aquella noche de diciembre, un disco en directo con ellos en el Crawdaddy del West End. Aquella fue la primera grabación de los Yardbirds de Eric Clapton, aunque el disco salió después de su debut. Y ya entonces apuntaban maneras, exhibían un talento impropio de unos chicos tan jóvenes y tan alejados del Mississippi, aquel río junto al que el blues había tomado su forma.
A Sonny Boy Williamson todo aquello le daba igual, la distancia y la raza, los orígenes y el estilo carecían de importancia. Los chicos querían tocar y eso era lo único relevante. Después de todo, qué sentido tenía todo eso. Aquel tipo negro de mirada amable y de sesenta años estaba disfrutando de una Europa que lo trataba como una estrella, una Europa llena de críos blancos fascinados con la música que hacían unos tipos negros que en su país no podrían ni compartir baño con ellos. En casa eran ciudadanos de segunda, nietos de esclavos, pero en Europa, al menos en Inglaterra, eran estrellas.
En aquellas giras europeas lo importante eran la música y el público, un público muy joven que asistía embelesado a las exhibiciones de unos tipos que eran sus héroes o que pronto lo serían. Entre los asistentes a aquellos conciertos -y a los del año anterior- estaban buena parte de los músicos ingleses que invadieron Estados Unidos con sus guitarras y sus melenas un par de años después. Pero antes de preparar la batalla había que aprender de los maestros. Y eso, precisamente eso, es lo que hacían los Yardbirds en aquel pub helado. Aprender de Sonny Boy Williamson, uno de los tipos que mejor soplaba la armónica. El Jimi Hendrix de la armonía, como lo definió John Mayall, el más mayor de aquella generación británica.
Los años ingleses
Aquella fría noche de diciembre se calentó con los bailes de los 700 jóvenes que llenaron el local. Se calentó hasta que el frío que llegaba de la calle pareció una leve brisa del golfo de Nueva Orleans. A esas alturas de su vida, a Sonny Boy le gustaba rodearse de músicos jóvenes, de tipos que lo trataban con enorme respeto, un respeto tan anhelado como prohibido en su país. Tanto disfrutó de aquel viaje que Williamson se quedó a vivir en Londres y comenzó a vestir como un gentelman inglés. Alejarse del racismo y disfrutar del reconocimiento de los jóvenes compensaban con creces el triste clima inglés y eran el merecido premio a la carrera de uno de los intérpretes más importantes del blues, un tipo que había aprendido del mismísimo Robert Johnson y que ahora pasaba el testigo a una nueva generación ajena a las normas de separación racial tan presentes en los EEUU.
De algún modo extraño, el blues había prendido con fuerza entre los modernos de la Inglaterra de principios de los años sesenta. Chavales con granos, hijos de la postguerra mundial, enloquecían escuchando la música que los esclavos africanos llevaron a las plantaciones del sur de los EEUU y que había llegado a Inglaterra en discos de importación. Pero ahora esos tipos, esos músicos a los que veneraban chavales como Mick Jagger, John Lennon o Eric Clapton visitaban Inglaterra e incluso alguno se quedaba un tiempo allí. En los años siguientes todos los grandes del blues grabaron allí, de Muddy Waters a Bo Didley pasando por Howlin Wolf.
A Sonny Boy todo aquello le hacía gracia. "They want to play the blues so bad, but they play it so bad", solía bromear. Para el músico, nacido en una plantación de Misisipi en una fecha sin determinar, aquello debía ser como si Camarón se hubiese topado con unos adolescentes japoneses locos por el flamenco. Salvando las circunstancias raciales y generacionales, aquella grabación de 1963 es una pequeña huella en la historia de la música. Una masterclass, un relevo generacional. La entrega de un testigo que definió el rumbo del blues. Los Yardbirds fueron parte -junto a los Beatles, los Stones, los Animals o los Who- de la invasión británica pocos años después y Eric Clapton se convirtió en el gran bluesman blanco. Pero aquella noche solo eran unos chavales tocando con su maestro. Una docena de canciones editadas y reeditadas en distintas épocas, formatos y con temas diferentes, que capturan un momento mágico, el cruce de dos trenes con orígenes y destinos diferentes, pero con una mercancía común. Robert Plant recordaba en una entrevista que siendo adolescente sacaba buenas notas y que su padre lo quiso premiar. “¿Qué quieres?”, le preguntó. “Quiero el disco de Sonny Boy Williamson en el que sale la canción 'Help me'', no consigo aprenderla”, respondió. Los jóvenes ingleses enamorados del blues no habían recibido las canciones de sus abuelos esclavos, ni las habían aprendido trabajando de sol a sol, pero eran hijos de la Europa que se había destruido matando a millones de personas y de algún extraño modo el canto de esos afroamericanos llenaba ese vacío.
Aquella noche, en el Crawdaddy, cantando y tocando The River Shine, todo eso daba igual. Su hipnótico ritmo te lleva lejos de todo eso y nada importa. Quizá esa capacidad curativa del blues fuese lo que unía esos dos mundos. El del negro oprimido y el de los chavales que crecían en un mundo en reconstrucción. Aquella noche, tocando canciones como 23 hours Long o Pontiac Blues, lo único que importaba era la música. Los jóvenes querían aprender, el viejo quería disfrutar y el frío había dejado de importar.
El triste regreso a EEUU
Tras aquel concierto de diciembre de 1963, las bandas inglesas del mañana hacían cola para tocar con Williamson. El premio se lo llevó Eric Burdon y sus Animals, con los que el bluesman llegó a grabar varias canciones en directo, editadas varias décadas después con un sonido aceptable y un repertorio parecido al que grabó con The Yardbirds. La anécdota de sus noches con Williamson asentaron a The Yardbirds, incluso después de la marcha de Clapton. Esas historias fascinaban a Jimmy Page, que entró en la banda poco después. Desde entonces, tocar con Williamson se convirtió en una necesidad. Y el tiempo le dio su oportunidad. Después de todo, la escena blusera del Londres de aquellos días no era tan grande. Era cuestión de tiempo que coincidiesen. Page, Williamson y Brian Auger entraron en un estudio de la capital inglesa a principios de los años sesenta. Eran las diez de la mañana cuando comenzaron a tocar, a la hora de comer Williamson estaba borracho y la grabación se dio por terminada. El disco salió primero en Francia cuando Led Zeppelin era una banda de éxito y posteriormente en Reino Unido y EEUU. Aquella fue una de las últimas grabaciones del bluesman en Inglaterra antes de volver a casa.
La vuelta de Sonny Boy Williamson a su país no fue tan buena como podía esperar, pero dejó otro curioso encuentro. Una tarde de copas y blues en un burdel sureño en compañía de los músicos de The Band, el grupo canadiense que acompañó a Bob Dylan en sus días eléctricos. Para Robbie Robertson aquel encuentro es una de sus anécdotas favoritas. La banda se encontraba por el sur de EEUU cuando Robertson recordó que no se encontraban lejos de la radio local de Arkansas en la que Sonny Boy había comenzado a hacerse un nombre haciendo publicidad en los años cincuenta y a la que había regresado tras su viaje europeo. Los chicos decidieron probar suerte y acercarse al lugar e intentar dar con él, preguntaron a un par de personas por la calle y tuvieron suerte. Williamson acababa de volver de Inglaterra y todavía vestía un elegante traje de diseño. La banda canadiense y el bluesman acabaron la tarde en un tugurio en mitad del campo bebiendo licor casero y tocando un rato, incluso hablaron de grabar algo juntos. Luego se fueron a comer algo y cuando estaban en ello aparecieron dos coches de policía que consideraron inadecuado que un grupo de chavales blancos compartieran mesa con un viejo negro. De malas maneras obligaron a los chicos a volver al coche y largarse del pueblo lo antes posible mientras Williamson se quedó allí, mirando por la ventana sin hablar con la policía. "Fue un momento tremendamente triste", recordaba Roberson años después en una entrevista.
Unas semanas más tarde, Robertson llamó al manager del viejo para ver cómo y cuándo podrían grabar. Era tarde, Sonny Boy había muerto. Falleció de un infarto al corazón en mayo de 1965. Fue enterrado en el cementerio de Tutwiler, Mississippi, en una tumba sin nombre. Años después de su muerte el dueño del sello en el que grabó sus últimos discos puso una lápida sobre sus restos. Down and out blues, su álbum de 1959 junto a Muddy Waters o Willie Dixon es uno de los discos más poderosos de la historia del blues, aunque su legado más allá de las canciones son esas noches que compartió con los chavales que cambiaron la música popular tras su muerte, los hijos blancos del maestro negro.
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