Volver a casa
Montse del Río Arrabal, forense voluntaria de la Asociación Recuerdo y Dignidad, explica por qué inició la búsqueda de los descendientes de Francisco Romero Carrasco. Este es su viaje
Barcelona
Mi abuela Bernardina es una mujer más de las que sufrieron la Guerra Civil y la dictadura. Desde 1936, cuando tenía 26 años y hasta su muerte en junio de 2013, vistió riguroso luto por su hermano, Enrique Merino Santos, conocido en el pueblo como “canene”. Al estallar la guerra, salió de Santa Marta de los Barros junto a su cuñado Manolo, mi abuelo, para unirse al Ejército Republicano. Nunca volvió. Me impuse la obligación de encontrarle antes de que su hermana falleciera pero todavía no he podido cumplir mi promesa. Enrique sigue siendo uno de los miles de desaparecidos a los que el franquismo y la democracia condenaron al olvido.
La fosa de los maestros
En julio de 2013, un mes después de la muerte de mi abuela, participé en mi primera exhumación. Seis personas fusiladas encontradas en la pequeña población de Barcones (Soria), pudieron volver a casa y, con cada uno de ellas, sentí que devolvía un poco de mi tío a mi familia. Si él no puede, que puedan ellos, pensé. Llegaron otras exhumaciones y, en septiembre de 2017, Iván Aparicio, presidente de la Asociación Recuerdo y Dignidad, me informaba de la próxima apertura de la que, con el tiempo, sería conocida como fosa de los maestros, en Cobertelada. El destino me ofrecía de nuevo la oportunidad de resarcir mi deuda. Entre los cinco maestros de esa fosa estaba Francisco Romero Carrasco. Cuando supe que era natural de Santa Marta de los Barros, como mi familia, supe que, no sólo tenía que ayudar a sacarle de la fosa en la que había permanecido 81 años, tenía también que encontrar a su familia y llevarle a casa. Y lo hice.
El 22 de septiembre de 2017 partía rumbo a Cobertelada con la mayor de mis hijas. Durante dos días, arañamos la tierra que había cubierto a los maestros. De vez en cuando, levantaba la cabeza de la fosa para descansar. Veía entonces a mi hija Aina y a Andrea, familiar de uno de los maestros, dos niñas de 20 y 17 años respectivamente que, despeinadas, llenas de tierra y reflejando el agotamiento de esos días, pero sin emitir una queja, no paraban de trabajar. Ellas me devolvían la esperanza y el convencimiento de que los maestros no habían muerto en vano y que ellas son la esperanza del futuro por el que ellos lucharon y murieron.
Pasarían varios meses hasta que los análisis genéticos confirmaron que el individuo número 7 era Francisco, pero razones tan poco científicas como intuitivas me decían, mientras recogía su cráneo agujerado por un balazo en la nuca, -muestra de la cobardía de sus asesinos-, que era él, y que iba a llevarle a casa.
Localizar a los nietos de Francisco
La exhumación fue la parte más sencilla. Quedaban por delante muchos meses de trabajo para conseguir localizar a sus nietos. Un trabajo que no habría sido posible sin mis compañeros, Víctor e Iván, ni tampoco sin la comprensión de nuestras familias, a las que en muchas ocasiones hemos relegado a un segundo plano y, por supuesto, no habría sido posible sin la ayuda de alguien a quien ni siquiera conocemos, Ana Calero, hija de un exiliado español en Chile que nos prestó sus ojos y sus manos al otro lado del Atlántico.
Pasaron varios meses hasta que le pusimos rostro a Francisco. Unas semanas más tarde, oímos por primera vez la voz del mayor de sus nietos: Álvaro. Desaparecieron entonces las horas de sueño perdidas y el cansancio de días y días buceando en la red y en archivos. Aún nos quedaban dos capítulos más en este largo recorrido: la entrega de Francisco en Soria a sus descendientes y su entierro en Santa Marta.
Los maestros vuelven a casa
El pasado 14 de abril entraban por la puerta grande del Palacio de la Audiencia de Soria los restos mortales de Francisco Romero Carrasco, Eloy Serrano Forcén, Victoriano Tarancón Paredes, Hipólito Olmo Hernández, Elicio Gómez Borque y Abundio Andaluz. Los maestros de Cobertelada recorrieron las calles de Soria en manos de sus familias, 81 años después de su asesinato, acompañados por centenares de personas que quisimos mostrar que volvían a casa, con el recuerdo y la dignidad que siempre tuvieron. Un día de celebración, de reconocimiento, de alegría, pero también de lágrimas que difícilmente podía contener. Era también un día de orgullo. Mis hijas participaron en ese acto por propio convencimiento, demostrando que las raíces transmitidas han arraigado y que saben que con cada uno que vuelve, devolvemos también a todos aquellos hombres sin nombre que aún yacen en las cunetas.
Faltaba una parada más. Francisco llegaba a Santa Marta de los Barros el 17 de abril de 2018. Sus nietos Álvaro, Gonzalo, Carmen y Juan Manuel le enterraban junto a su madre y su hermana, y yo le dedicaba unos minutos a la sepultura de mi abuelo consciente de que, allí donde esté, sabe que su lucha no terminó con su muerte, que su nieta y sus bisnietas han recogido su testigo y que, de alguna forma, la justicia que he intentado hacer a Francisco, con mi trabajo, es también hacer justicia con él. Justicia por sus años en el frente, por sus años de prisión y por toda una vida señalado por rojo, algo que él llevo con la cabeza muy alta.
Con la vuelta de Francisco vuelven aquellos que aún no han vuelto. Dignificarle a él es dignificar también a aquellos que murieron a balazos en la tapia del mismo cementerio en el que hoy descansa, mientras, un poco más arriba, en la Ermita del pueblo, se honra vergonzosamente a quien dejó 140.000 muertos en las cunetas.
Mujeres que no eran ni viudas ni esposas
Recuperar la memoria de Francisco es recuperar la memoria de su mujer, Carmen García Arroyo, y en su figura, la de todas aquellas mujeres que no eran esposas, porque no tenían marido, pero que tampoco eran viudas, porque a ellos, a sus maridos, les habían hecho desaparecer. Carmen es un ejemplo más de aquellas madres que nunca pudieron enterrar a sus hijos y de aquellas mujeres que quizá, con más suerte, consiguieron mantenerles con vida pero recorrían andando quilómetros y quilómetros para ver a sus maridos presos, como mi abuela. Todas ellas fueron señaladas y represaliadas por ser esposas, madres, hijas o hermanas de hombres cuyo único delito fue, en palabras del propio Francisco Romero, “sacudir el yugo del funesto caciquismo que durante tantos años había campado en España”, y defender el Gobierno Republicano legal y legítimamente elegido.
Que sus nombres no se borren de la historia.
Consulta aquí la investigación hecha por Iván Aparicio, Montse del Rio y Víctor Illa
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