Serena Williams no hizo honor ayer a su nombre en la final del Open de EE.UU. y se mostró irascible ante el juez árbitro que le quitó un juego tras acumular tres amonestaciones: por recibir consejos de su entrenador, por romper con rabia una raqueta y por llamarle mentiroso y ladrón. Los arrebatos se produjeron en directo, así que los vio medio mundo. En cuanto a los consejos, también existieron como reconoció su propio entrenador.
Pero Serena no se serenó y tras el partido, en el que cayó derrotada, acusó de sexismo al árbitro por esas decisiones. Y ahí encontramos la polémica. Porque puede discutirse si la norma que impide hablar al entrenador con su jugadora es absurda o si el juez estuvo más o menos estricto en su aplicación. Pero no se podría considerar sexista, porque frente a Williams, como es normal, jugaba otra mujer. Y si Williams se refería al diferente trato respecto a jugadores varones, convendría recordar a la jugadora que el sexismo no se diluye permitiendo a las mujeres las mismas irregularidades que a los hombres sino haciendo que los hombres, si es el caso, sean igualmente amonestados. Williams ha sufrido en su vida y en las pistas sexismo y racismo, pero creo que ayer lo único que pasó es que, aparte de perder el partido, perdió los papeles.