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Querido padre, querido insecto

Franz Kafka era un joven complicado al que, ni siquiera su propia familia, podía entender

Elena Sanz

Madrid

-¡Qué hacer con este hijo, qué hacer? ¿En qué nos hemos equivocado?

"¿En qué nos hemos equivocado?"

04:21

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Conservamos la Carta al padre, de Kafka, que nunca publicó en vida, como el angustiado ajuste de cuentas de un hijo incomprendido, aterrorizado ante la mole física y emocional de un padre tirano; una carta sin respuesta, que nos deja en el aire qué había de verdad en aquellos reproches y qué del dolor, real pero subjetivo, de un joven complicado e incomprensible, que solo con la perspectiva de la distancia triunfa con su obra en un mundo mediocre. Para su padre, para su callada madre, Franz Kafka fue un problema y una preocupación constante, y el recordatorio de que algo, en algún momento, debían haber hecho muy, muy mal. La historia del padre de Kafka, fuera de las páginas de esa carta de letras que sangran línea a línea, es la de un triunfador: judío de habla checa, provenía de una familia de carniceros. Para cuando el escritor nace, el padre se ha mudado a Praga, se ha casado con una esposa educada y burguesa, gestiona un comercio con una docena de empleados y se encuentra firmemente conectado con la mejor sociedad. Ansía lo mejor para su hijo, al que otorga el nombre de su emperador, Francisco José: lo educa en alemán, le enseña francés, se enorgullece de sus excelentes calificaciones. Al fin y al cabo, es el único varón. Los otros dos murieron, ante el horror de Franz, que lo había deseado íntimamente, y que se sintió siempre culpable por ello. Las tres niñas parecen ir bien; solo el primogénito se le tuerce. Renuncia a amortizar sus estudios de Derecho para ser un oficinista con un sueldo que apenas paga facturas, escribe constantemente textos que no parecen interesar a ningún editor. No asume el peso del negocio.No se casa, no asegura el apellido.

Al contrario, mantiene interminables y torturantes relaciones epistolares con chicas perfectamente decentes, perfectamente válidas. Primero será Felice, luego Grete, luego Dora. Habrá otras. De una parece que tuvo un hijo, muerto en la infancia, que no ocupó casi espacio en la vida de Kafka. Su padre lo cree impotente, homosexual, o quizás aniñado. Completamente ajeno a su complicadísima relación con el sexo, le sugiere que solvente sus problemas en un burdel, lo que, para su mentalidad de preocupado padre de familia de la época resulta por completo lógico. La incomprensión es brutal, el enfrentamiento cada vez más enrevesado en los temas importantes y en los pequeños detalles. Algunas cuestiones menores se convertirán, cuestión de mala suerte, en problemas graves. El hijo se declara naturista, bebe constantemente leche cruda, a la que sus parientes culparán de que contraiga la tuberculosis en 1917. Desde que se le diagnostica la enfermedad, la relación familiar se complica aún más: el hijo, que nunca fue fuerte, ya no lo será en un futuro. No hay posibilidad de cambio, nunca cuidará de otros, sino que deberá ser mimado, acompañado, custodiado, sobre todo por su hermana Ottla, a la que quiso tiernamente. La repercusión de su incipiente obra, que incluso será traducida, no convence al padre de que el hijo sea capaz de realizar nada relevante. Ese padre, que se creía inmortal a través de los hijos, afronta su propia mortalidad a través de la tenaz, silenciosa y constante rebelión de Franz.

La vida monótona, casi mortecina de Kafka, estalla en la profundidad de su obra, en las distintas líneas que se superponen como las venas de una hoja, invisibles salvo al trasluz. Podemos analizar sus respuestas, o sus desconcertantes reacciones, hasta el agotamiento. Su familia lo hizo, sin lograr nada más que una mayor distancia. La realidad es que su genio se canalizaba en otro lugar, en las páginas de historias que reflejaron como pocos la pérdida de identidad, el sufrimiento sin palabras y casi sin causa, el horror intuido en un siglo que enloquecería como pocos. Kafka, el insecto que vive en un casa burguesa de la Metamorfosis. El K. que se pierden en los laberintos administrativos, en el eco rebotado de la sociedad. El K que, frente al espejo, somos nosotros.

 
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