Cuento largo

Madrid

Existe por ahí la desdichada propensión a juzgar el mérito de un libro por el grosor de su lomo. De ahí ese recurrente y nocivo topicazo de la gran novela norteamericana, un contraproducente espejismo que goza de indebido prestigio y que despierta indeseables ansias de emulación, incluso entre quienes, sin ser estadounidenses, aspiran febrilmente a lograr algo semejante dentro de su propio entorno. Libros gigantes son El túnel, La invención de Morel o La metamorfosis, que apenas pasan del centenar de páginas, y en cambio hay insignificancias que cuentan sus páginas encuadernadas por centenares y hasta por millares. Es curioso que ese deslumbramiento por el librote conviva con la práctica de reducir el discurso sobre las cosas a un par de cientos de caracteres, o quizá sea parte del mismo fenómeno. El relato de lo que somos exige a menudo un cuento largo y profundo, pero como cada vez tenemos menos tiempo y menos ganas de escribirlos y leerlos, nos manejamos en el día a día con titulares y de vez en cuando, para calmar la mala conciencia, nos sumergimos en un tocho tan hueco como las ocurrencias de las redes sociales. El cuento largo debería ser una forma de vida cotidiana, y a lo mejor entonces aprenderíamos a valorar que no pesa más por el papel que consume, sino por la intensidad y la profundidad de la mirada de quien lo ha escrito.