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Edgar Allan Poe revolucionó el horror literario y la psicología del personaje que sufre lo indecible

Daguerrotipo del escritor Edgar Allan Poe (1848). / Edwin H. Manchester

Comunidad de Madrid

Esta madrugada, en 1809, y por lo tanto, hace 210 años, nació Edgard Allan Poe. Enero, el mes de las dos caras, Janus, el que recibe y despide, asociado a las puertas, y a las entradas a mundos secretos. Edgard Allan Poe perdió a sus padres Poe, actores, y muy pobres, cuando era un niñito, y nunca se hizo del todo con el amor de sus padres Allan, que cuidaron de él pero no llegaron a adoptarlo nunca formalmente.

La infancia de Edgard Allan Poe

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Sin embargo, sus historias, sus cuentos inmortales, raras veces incluyen la quejas respecto a ser huérfano. Algunos de sus protagonistas lo aceptan como algo natural, liberador, incluso, y que no les impide sentir el amor ni ser amados. Son otras cuestiones las que se interponen, el destino, la mala suerte, y, una y otra vez, la muerte.

Edgard creció con una figura paterna a la que de ninguna manera satisfacía, y con una madre sustituta amorosa y entristecida, que se desvivía por él, siempre que calcara sus propias emociones. Y Edgard, por el influjo de la época, por su propia herencia genética, o porque el amor exige siempre que nos parezcamos a quienes amamos, se entregó a ello con una exaltación peligrosa. Las mujeres que amaba mostraban una preocupante tendencia a morirse: su madre, su primer amor (la madre de un compañero), su propia madrastra. También falleció joven su prima, Virginia, con la que se casó. Las que vivían, acababan por abandonarle, como la dulce Elmira Royster, o le pedían que abandonara sus adicciones, lo que era otra manera de muerte.

Nada en la vida de Poe, por tetrico que parezca, se aleja demasiado del historial de pérdidas que podría sufrir otro joven de su edad y de su tiempo. Doscientos diez años. Boston. Frío y enero, hambre y alcoholismo. Ni quiera su extrema sensibilidad, su temperamento nervioso, que le desesperaba pero que al mismo tiempo mimaba como parte de su talento, se encontraban fuera de lugar en las Universidades a las que acudió. En la universidad de Virginia se bebía mucho, se jugaba fuerte y se perdían fortunas, y todo ello formaba parte de lo que se consideraba un aprendizaje adecuado para un caballero.

Pero Poe, que jugaba a serlo, no era del todo un caballero. Su protector le racaneaba el dinero, lo que le humillaba y le llevaba a apostar, para conseguir así ingresos. El resultado era que perdía cada vez más, y que el alcohol, que era un veneno para toda su familia, lo colocaba en un estado de exaltación que lo destruía.

No, lo que de verdad destaca a Poe del gran número de jovencitos con heridas en la memoria que dejaron la universidad para meterse en West Point, o que intentaron ganarse la vida con sus poemas decadentes era que Poe se empeñó, realmente, en ganarse la vida como escritor. Fuera para demostrarle a su padrastro que podía, o porque su vocación se imponía a cualquier dificultad, lo único en lo que perseveró fue en escribir y en intentar vender sus escritos.

Que su talento era incuestionable lo sabemos nosotros ahora. Para muchos de sus contemporáneos Poe era un hombrecillo oscuro, siniestro, casado con una adolescente, perpetuamente endeudado, pretencioso, y que alardeaba de lo que sabía y de lo que no sabía. Por El Cuervo, el poema más conocido de su época, el que casi todos nosotros podemos, dos siglos más tarde, corear en su estribillo, recibió únicamente 9 dólares. Siempre fue pobre, y murió en la miseria.

Poe, con un pie en cada lado de la puerta, creó un mundo fascinante y alucinado, poblado por heroínas agonizantes y héroes casi fantasmales, por sagas que acaban en el fondo de un lago y momias que resucitan, y dotó a todo ello de una profundidad y de una verdad que aún hoy conmueven. Bajo esa estética de encaje y telaraña, revolucionó el horror literario y la psicología del personaje que sufre lo indecible. Sabía de lo que hablaba, aquel niño abandonado. Quizás sabe lo que callaba.

 
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