Cómo el festival de la década acabó siendo el fraude del siglo
El Fyre Festival de las Bahamas iba a ser el gran evento musical de 2017 pero acabó siendo una estafa llevada hasta el límite que dejó a centenares de personas abandonadas a su suerte
En Sofá Sonoro hablamos con Mark, un treintañero inglés, que vivió aquel desastre
Madrid
El Fyre Festival iba a ser algo único, legendario, la nueva alternativa al Coachella. El festival mejor vendido de la historia de la música prometía un fin de semana en Bahamas, en una isla que perteneció a Pablo Escobar, rodeado de supermodelos, famosos y millonarios con la música de Blink 182 o Mayor Lazer. Aquel evento único terminó en pesadilla y con su impulsor condenado a seis años de prisión tras provocar un agujero de 26 millones de dólares.
“Me compré la entrada en cuanto vi la campaña en Instagram”, explica desde Londres Mark, un treintañero del sector audiovisual. “Compré la entrada por 500 dólares e incluía vuelo desde Miami a Bahamas, entrada para el festival, alojamiento y la comida”, relata. Aquella era la entrada más barata de un evento con paquetes de lujo por miles de dólares.
Aquel anuncio que convenció a Mark -y a otras miles de personas- fue el golpe maestro del Fyre Festival, que invirtió 300.000 dólares en que dos centenares de influencers y modelos de primera línea vendieran el Fyre Festival con un vídeo que terminó siendo lo único que se pareció al sueño de Billy McFarland, el creador del evento.
El fracaso de Fyre Festival se hizo viral en 2017 cuando miles de personas comenzaron a relatar el fraude en las redes sociales. “No entiendo por qué no cancelaron el festival, supongo que pensaban que todo terminaría saliendo bien”, explica Mark. La realidad, lejos de los filtros de Instagram, fue bien diferente. Un documental de Netflix ha retratado el desastre del festival, los errores en la organización, el empeño del fundador en tirar adelante cuando había evidencias de que el evento no era viable, pero también retrata la fe de muchos de los trabajadores en McFarland, considerado un niño prodigio, el gran emprendedor de la generación milenial.
Pero la realidad era que día a día, McFarland veía como su idea de montar un festival inolvidable se iba complicando hasta que se volvió imposible. El promotor había vendido villas en la playa por miles de dólares que no existían, tiendas de campaña de lujo que no eran tal, comida de los restaurantes de moda que acabaron siendo sándwiches cutres. Nada de lo prometido existió. Si quiera lo de la isla de Pablo Escobar, que se cayó enseguida, tan pronto como violaron el acuerdo por el cual no podían decir que la isla había pertenecido al histórico narco.
La llegada a la isla
A pesar de todas las voces que pedían a McFarland que cancelase, que aquello iba a ser un desastre, el joven empresario siguió adelante aún sabiendo el día antes que no tendría alojamiento para todos los asistentes, ni siquiera se echó atrás después de que una fuerte tormenta convirtiese el recinto en un lodazal en la víspera.
Mark fue de los primeros en llegar a la isla el primer día del festival “A las nueve de la mañana estaba ahí y nos llevaron a un bar donde nos dejaron hasta las dos de la tarde bebiendo y allí no había nadie a quién preguntar nada”, recuerda. “Más tarde vinieron en un barco a decirnos que nos iban a dar una vuelta alrededor de la isla. Aquello estuvo bien”, apunta. “El problema llegó cuando nos llevaron al recinto y vimos el desastre”.
Tras horas de colas y espera, sin noticias del equipaje de los asistentes ni nadie que ofreciese información, McFarland se subió a una valla, canceló el festival y contó la verdad. Una parte de ella. No había villas, no había personal. Solo había tiendas de campaña inundadas, las que usa el ejército en catástrofes humanitarias. Aquello era un sálvese quien pueda. “La gente se volvió loca”, recuerda Mark. “Todo el mundo intentó encontrar tiendas. Allí no había nadie a quién preguntar y lo peor de todo: no había manera de abandonar la isla. No había vuelos de vuelta”.
Cuando cayó la noche, los ánimos se caldearon, hubo saqueos, gente destruyendo el recinto y masas muy cabreadas. “Yo soy una persona tranquila y no estaba asustado, pero mi novia sí que pasó miedo”, recuerda Mark. “A la mañana siguiente nos fuimos al aeropuerto y tras doce horas de espera conseguimos subir a un avión que nos sacó de allí”. Para entonces nadie sabía dónde estaba McFarland. El resto del personal escapó como pudo de la isla huyendo de la ira de los asistentes y de los trabajadores que habían construido el recinto y que vieron cómo la posibilidad de cobrar se esfumaba tras jornadas infinitas de trabajo.
“Me pidieron que ingresase 3.000 dólares”
Aunque el desastre de Fyre pilló a todos por sorpresa, fueron muchos los que vieron cosas extrañas. “Yo he ido a muchos festivales”, explica Mark. “Y aquí había cosas extrañas”. Desde que se vendió el sueño de las Bahamas, el festival no había subido a sus redes sociales ninguna fotografía del recinto o de las obras. Tampoco contestaban a las preguntas de los que habían comprado su entrada. Lo que más llamó la atención a Mark fue la insistencia con la que le pidieron más dinero. “La semana antes de festival me llamaron cuatro veces para decirme que ingresara dinero en la pulsera del festival. Me decían que dentro del recinto no se podría usar efectivo y que ingresara dinero en la pulsera, mucho dinero. Me decían que la media eran 3.000 dólares. Obviamente no metí tanto dinero porque me sonó raro, pero no imaginaba que todo iba a terminar así”. Lo de las pulseras, como se ve en el documental de Netflix, fue una medida desesperada por conseguir efectivo para seguir adelante aunque sabían que dada la cobertura de la isla era casi imposible que funcionasen correctamente.
Pocos días después del desastre, McFarland afrontó una demanda colectiva de 100 millones de dólares. Las modelos que realizaron el anuncio también fueron denunciadas por no señalar que aquella campaña era pagada. El fundador del festival salió a la calle tras pagar una fianza millonaria y una vez en la calle comenzó una nueva estafa vendiendo entradas VIP falsas para eventos muy demandados. El pasado mes de octubre, el empresario ingresó finalmente en prisión condenado a seis años por fraude en su empresa, engaños en sus cuentas y por el desastre de Fyre. Desde allí mandó una carta a la revista People. “Estoy tremendamente arrepentido por mis acciones”, escribió. “Siempre soñé con conseguir algo especial pero cometí muchos errores por decisiones inmaduras que han causado mucha agonía”. El sueño de McFarland terminó en pesadilla y esa pesadilla en un documental que muestra el desastre del Fyre Festival, el festival de la década que terminó en el fraude del siglo. “Yo recuperé mi dinero porque había pagado con American Express, pero la gente perdió mucho dinero”, explica Mark. El caso de Fyre es el mejor ejemplo de esos modelos de negocio que construyen castillos en el aire y se olvidan de poner los cimientos. Del daño del ego, de los que son incapaces de frenar la megalomanía y reconocer los errores y de hacer un mundo de una fotografía de Instagram.