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Simone, el castor

Con toda su inteligencia, su lucidez, su talento literario, Simone de Beauvoir no resultó, una mujer simpática. Algo que probablemente nunca le importó, pues le preocupaba mucho más la coherencia de su conducta o la función de la mujer

Simone De Beauvoir llegando a Israel. / MOSHE MILNER

Madrid

Es muy difícil jugar a ser princesa con un paño ensangrentado entre las piernas.

"Abrió una puerta que luego no he podido cerrar: la de ver a las mujeres por lo que somos, y no por lo que nos dicen que somos"

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Esa frase ha encontrado una insospechada reinterpretación en los últimos tiempos: Todo lo que tú haces lo hago yo, y sangrando. Han pasado varias décadas, pero el tabú de la sangre menstrual femenina continúa casi en el mismo lugar en el que Simone de Beauvoir lo dejó. Ella insistía: estad alerta, no bajéis la guardia. Creía que bastaría un retroceso, un cambio de ciclo para que lo obtenido por las mujeres retrocediera a estadios anteriores. Estaba en lo cierto.

Con toda su inteligencia, su lucidez, su talento literario, Simone de Beauvoir no resultó, ni resulta hoy en día, cuando se revisa su figura, una mujer simpática. Posiblemente no le importara gran cosa parecerlo o no. Le preocupaba mucho más la coherencia de su conducta, una vez que se convenció de que Dios no existía. Y la función de la mujer, cuando fue capaz de analizarla. Cuando nació, en 1908, su padre hubiera deseado un varón; se resignó a tener dos niñas, como luego a perder la fortuna de su esposa, con la que todos esperaban vivir holgadamente: como no tendrían dote, la animó a estudiar. Su mente, le decía, era de hombre: ella demostró que aquello no suponía un elogio.

Estudió, fue profesora, escribió. A su alrededor, en el periodo de entreguerras, Francia se estaba transformando; y cuando la II Guerra Mundial finalizó, el existencialismo floreció como una oscura planta trepadora. Allí estaba ella, en el centro del huracán. Redefinió, de hecho, dónde estaba el centro, y qué era el huracán.

Y, desde luego, además de sus magníficas novelas, a Simone se le debe El segundo sexo, un ensayo desprovisto de sensiblerías, que hurga con dedos curiosos entre los hechos, los mitos y la historia de las mujeres. Con ojo de entomólogo, no parece nunca identificarse con su sexo, ni cae en la autocomplacencia o la queja. Algunas de sus terribles frases sobre la adolescencia y la madurez me han acompañado durante años.

Por temporadas, la Beauvoir cae en el olvido. Hay momentos en los que no se lee con agrado esa visión crítica de sus libros. Es una lástima. A mí, esa mujer de labios apretados y palabras desnudas me cambió la vida. Me despojó de las agradables orejeras de la femineidad, de los mensajes edulcorados que alababan la alegría de ser mujer, siempre que no reclamáramos una opinión o el menor poder. Abrió una puerta que luego no he podido cerrar: la de ver a las mujeres por lo que somos, y no por lo que nos dicen que somos.

Las de Simone no son lecturas agradables, como no lo era ella. Incluso su relación de por vida con el filósofo Sartre contradice hoy en día lo que entendemos por una hermosa historia de amor. Para sus coetáneos burgueses, esa pareja libre, con un compromiso que no los ataba en la cama ni los amarraba con un anillo, debió ser lo más similar a que se les arrojara vitriolo al rostro. Ante eso, el que hubieran decidido no tener hijos casi perdía importancia.

Su correspondencia (se trataban de usted, vaya uno a saber si por snobismo, respeto o para afirmar su independencia) son un tratado digno de estudio para el autor novato: dos espléndidas mentes, fascinadas la una por la otra, empeñadas en encontrarse y en sentirse, aún así, independientes. Él la llamaba "El castor" (Beaver significa castor). Como el castor, inteligente, laboriosa, frugal.

No se nace mujer: llega una a serlo. En su vejez, Simone había cumplido y sobrepasado las expectativas de su padre. También las había decepcionado profundamente, como a todo su entorno, católico, convencional, inmovilista, conservador. No ha habido otra mujer como ella. Algunas intentamos llegar a serlo.

 
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