Desolación
Cuando se opta por las soluciones personales sobre los intereses del partido, aunque en lugar de sillones ya no queden más que algunas sillas cojas que repartir, el ejemplo es contagioso
Yo sé que están pasando cosas más importantes en España, pero no me resisto a hacer memoria. Ya nadie lo recuerda pero, hace exactamente cuatro años, Alberto Garzón declaró reiteradamente que, si viviera en Madrid, no votaría a su propio partido ni en las municipales ni en las autonómicas. Luego, expulsó de una tacada a los cinco mil militantes de IU en la Comunidad de Madrid. Vació una organización que no controlaba, para imponer su línea a sangre y fuego. Podría haber intentado convencer a los críticos. Podría haberse sentado a negociar. Podría haber esperado a la renovación de los cargos, pero escogió la vía rápida. Entre quienes, de un día para otro, se enteraron de que ya no pertenecían a la coalición fundada por el partido donde habían militado durante décadas, dentro y fuera de la cárcel, estuvo, por ejemplo, Marcos Ana.
Este es el contexto de la más reciente de las divisiones de la izquierda madrileña, que se presentará dividida en cuatro listas distintas, tres a la izquierda del PSOE, a las elecciones autonómicas. En 2015, Garzón expulsó a cinco mil militantes en Madrid porque se oponían a diluír IU en Podemos. Cuatro años más tarde, con menos de la mitad de afiliados, se encuentra exactamente en la misma situación. Cuando se opta por las soluciones personales sobre los intereses del partido, aunque en lugar de sillones ya no queden más que algunas sillas cojas que repartir, el ejemplo es contagioso. Yo, que viví aquel proceso en primera persona, debería celebrar hoy esta venganza del destino, pero mi desolación no tiene límites.