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Patricia Highsmith, magia negra

Su literatura se caracterizó desde sus inicios por dos rasgos: la indagación en la sexualidad y la voluntad de explorar el mal y esos impulsos silenciados que llevaban al asesinato

Patricia Highsmith viajando de Locarno a Zurich, 1987. / ULF ANDERSEN

Madrid

La bruja, la llamaban y se llamaba. Una vieja bruja, una hechicera. Una Circe que vive en una cabaña olvidada, con una máquina de escribir en lugar de pócimas, con la capacidad de ver lo que los otros no adivinan, el horizonte allí, para otearlo con calma, una mirada lúcida y un poco irónica.

Para quien recuerde a la Patricia anciana, arrugada, con la melena canosa como alas de golondrina en torno al cuello, costará imaginar a una escritora joven, guapa, capaz de posar desnuda a los veinte años y de vivir apasionadas historias de amor con otras mujeres. Pero la creadora de Ripley, una de las autoras preferidas de Hitchcock, fue una persona intensa y contradictoria, zarandeada por las emociones, perfeccionista y misteriosa, que levantaba pasiones, y que ahondó en la maldad humana mientras otros preferían mirar hacia otro lado.

Nació en Texas, en 1921, en circunstancias desgraciadas; sus padres se habían divorciado antes de nacer, y su madre, con la que mantuvo una relación extremadamente complicada, había intentado abortar. No la querían, afirmaba ella con extrema frialdad. Si hubieran podido impedir que viniera el mundo, lo hubieran hecho. Estoy aquí por tozudez, por llevar la contraria, para causar dolor. Con su padre, el trato fue igualmente duro; ella nunca firmó con su apellido, Plangman, sino con el de su padrastro.

Desde sus inicios en la literatura se caracterizó por dos rasgos, ambos difíciles: la indagación en la sexualidad y sus problemas, en un momento en el que la homosexualidad, no digamos ya la femenina, era negada. Y la voluntad de explorar el mal, los impulsos silenciados que llevaban al asesinato. No cejó hasta inventar los asesinatos más cercanos a la perfección que ha dado el siglo XX.

Sus novelas, pese a que algunas fueron adaptadas al cine con gran éxito, como Extraños en un tren, provocaban el pasmo en Estados Unidos. No podían aceptar que un protagonista como Ripley fuera un asesino en serie, un timador y un ser amoral. ¿Un héroe así, en aquellos tiempo? ¿Un amoral que se saliera con la suya? En cambio, en Europa fueron tan bien acogidas que la autora se instaló en Suiza, aunque continuó pagando impuestos en su país hasta la muerte, para no correr el peligro de que le retiraran la nacionalidad.

Sus imágenes de madurez muestran a una mujer hosca, arrugada, siempre al pie de su máquina de escribir, con la que, de manera supersticiosa, finalizó todas sus novelas. El alcoholismo hizo estragos en su salud y en su aspecto. Dicen que tenía un caracol como mascota y que se lo llevaba a los restaurantes. Me parece un gesto tan fantástico que me da rabia que no se me hubiera ocurrido a mí. Todas las escritoras deberíamos llevar caracoles con nosotras para dar qué hablar. Amante de los gatos y de la naturaleza abrupta, posiblemente buscara ese aislamiento como defensa y como estímulo creativo.

Marijane Meaker, una de sus amantes, quizás la más conocida, escritora, como ella, la describe como una mujer generosa, divertida, irresistible para hombres y para mujeres, una bebedora compulsiva por la que perdió la cabeza, y que degeneró moralmente de manera fulminante. De ella nos quedan los Pequeños Cuentos Misóginos, y toda la saga de Ripley. Fue una bruja de hechizos duraderos, una meiga que transformaba lo ya existente en magia, y que si era necesario, invocaba otras voces y a otros muertos. Revolucionó el género negro. No muchas autoras pueden decir eso.

 
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