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Andersen, el príncipe cisne

El escritor, con una infancia sumida en la pobreza, el hambre, el frío y el alcoholismo de sus padres, destacó por la pureza de sus colecciones de cuentos para niños

THORA HALLAGER

Madrid

Cuando Hans Christian Andersen viajaba siempre incluía una cuerda en su maleta, por si el hotel en el que dormía se incendiaba y debía descolgarse por la ventana. No sé si a estas horas hay algún niño aún despierto; pero el niño que vive en el adulto sabe que no hay que burlarse de los miedos, porque son poderosos. A menudo nos empujan a espacios extraños precisamente para huir de ellos, aún peores que su reino.

"El niño que vive en el adulto sabe que no hay que burlarse de los miedos, porque son poderosos"

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Andersen, el escritor viajero y famoso, venía, de hecho, de un lugar espantoso: la pobreza, el hambre, el frío y el alcoholismo de sus padres, de donde le arrancó su voz. Cantaba muy bien, y fue seleccionado para el Teatro Nacional Danés con catorce años. Pero, algunos dicen que por el frío de su habitación, otros que por el cambio natural de la edad, perdió esa voz. Aún así, aprendió a leer, se esforzó, consiguió una beca. Años más tarde la gente haría cola para escucharle leer sus cuentos en alto, con su voz clara y hermosa. Niños, adultos. Aplaudían. Después, se iban.

Esa fue la constante en la vida de Andersen: admirado y amado en la distancia, era incapaz de mantener una relación más estrecha con alguien. El autor que recordaba las noches de invierno en la calle en La pequeña cerillera, que confiaba en que algún día la belleza consolaría al pobre patito feo de su miserable situación, el nórdico que se fascinaba con el sur de Europa y escribió algunos de los libros de viajes más hermosos de la época, no sabía cómo tratar con la gente. Cuando fue a visitar a Dickens, al que admiraba, a su casa de Inglaterra, se quedó cinco semanas, hasta que tuvieron que pedirle que se marchara. Andersen nunca comprendió por qué a raíz de eso Dickens, con quien había mantenido una relación cordial, y que le ayudó, con su descarnado realismo, a matizar el aura sentimental que siempre flotaba en sus textos, cortó su relación con él.

Se enamoraba de ruiseñores, como la cantante Jenny Lind, que lo veía, más bien, como un hermano, y de soldaditos de plomo como el bailarín Harald Scharff, a quien dedicó ese conmovedor cuento cuando se rompió una rodilla y ya no pudo volver a la escena. Cuando su relación con Scharff acabó, Andersen lo vivió como la llegada de la vejez. Murió después de caerse de su propia cama; no sabía, pobre cisne, que ninguna cuerda le facilitaría bajar de ese pequeño balcón.

Para los adultos su obra resultaba colorista, deslumbrante y perfectamente coherente con los tiempos románticos. No dejó género sin tocar: poemas y relatos, novelas, sus crónicas viajeras, el teatro y el artículo. Y sin embargo, donde le encontramos con mayor pureza, sin haber envejecido un día, es en las colecciones de cuentos para niños. Reinterpretó por completo qué debíamos contarle a un niño para convertirlo en alguien sensible al dolor ajeno, y no en un matagigantes. Nos hizo llorar mucho antes de que Oscar Wilde siguiera sus pasos y nos hablara de príncipes felices. Donde Dickens narraba el hambre infantil para lectores adultos, Andersen les hablaba a los niños de otros niños que, muy cerca, pasaban necesidad. Con él el paso del tiempo nunca nos asegura que las cosas mejoren: a veces sí, otras no. En sus cuentos, las sirenas pierden la voz, como él, se enamoran y, en lugar de ser recompensadas con una boda y con perdices, obtienen, tras enormes sufrimientos, un alma inmortal. Abandonan el mar, empujadas quién sabe por qué miedo.

 
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