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Corín Tellado, la fiera rosa

La reina de la novela de romance, amor y fantasía, la autora más vendida y leída en lengua española no se hizo nunca ilusiones ni sobre la vida ni sobre el matrimonio. En sus últimos años gozó de un reconocimiento que se le había negado antes

Corín Tellado. / DANIEL MORDZINSKI

Corín Tellado.

Madrid

La creíamos muerta para siempre, pero la novela romántica nos enterrará a todos. Siempre se ha buscado las mañas para sobrevivir entre quioscos y préstamos, bajo cubiertas de dudoso gusto y con historias tan inflamables como un Hindenburg cargado de hidrógeno y electricidad estática. Y, tanto como a las venerables autoras del siglo XIX que nunca pensaron que sus historias darían origen a estas novelas, tanto como al decandentismo y sus poses en lengua española le debemos el éxito de este género a Corín Tellado.

"Se hubiera comido el mundo, la fiera rosa"

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Antes de morir, en 2009, las últimas entrevistas que concedió Corín Tellado eran las de una mujer que miraba con descarnado interés el mundo y que se analizaba sin un ápice de autocomplacencia. Si hace unos años resultaban todavía chocantes, las palabras que le escucharían en su entorno en la década de los sesenta debían de levantar ampollas y críticas.

La reina de la novela de romance, amor y fantasía, la autora más vendida y leída en lengua española no se hizo nunca ilusiones ni sobre la vida ni sobre el matrimonio. No olvidó nunca que vivía en una ciudad de provincias, Gijón, en la que el qué dirán era más importante que quién era. Y fue coherente con sus elecciones vitales, casi hasta la crueldad consigo misma.

El éxito le llegó pronto: la felicidad, tarde. Se casó mayor para la época, a los treinta y tres años, y por poco tiempo. Ella reconocía que no lo debería haber hecho, pero que actuó por despecho y en un arrebato. Estaba cansada de pagarles la boda a los miembros de su familia: no pudo casarse con el hombre que quería, porque no hubiera tolerado que escribiera. Tres años después, harta de vivir con alguien a quien ni amaba ni respetaba, se separó. Sus dos hijos fueron los únicos hombres a los que toleró de ese momento en adelante.

Su fantasía y su capacidad para narrar parecían irreales: hasta su muerte, escribía o dictaba diez páginas cada día, sin mezclar ni una vez, ni repetir personajes ni argumentos. Había sido una lectora voraz, y lo fue siempre. Leía a los clásicos y las últimas novedades. Frente a la vanidad y el secretismo de algunos escritores, ella era clara: escribía sin esfuerzo y por placer, nunca ocultó sus problemas con la editorial que la publicó durante décadas, ni se creyó lo que no era. Conocía perfectamente a sus lectoras y les dio lo que querían; sus protagonistas caminaban siempre un paso por delante de la sociedad española, y sus historias siempre acababan bien.

Cumplió además con un sueño que otras escritoras acariciamos: llegar a una edad y una indiferencia respecto al mundo que nos permita decir, de verdad, lo que pensamos, sin tapujos ni disculpas. No solo era una señora, era una lección de valor frente a los prejuicios, de cabeza lúcida y de verbo claro.

Vargas Llosa o Cabrera Infante declararon su admiración por ella, y en sus últimos años gozó de un reconocimiento que se le había negado antes. Las conferencias que impartió no podían ser más divertidas, con ese poso de amargura que era propio en ella, ni más útiles para los aspirantes a escritores. Siempre le había bastado con su imaginación y con su trabajo. Atada a la diálisis tres días por semana, se arrepentía de no haber vivido más, salido más. Se hubiera comido el mundo, la fiera rosa.

 
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