Anaïs Nin. Palabra tras palabra
El diario de Anaïs Nin, a veces expurgado, casi siempre reducido, la mayoría intrascendente, supone meterse en una mente ajena. O no, quizás en la nuestra
Madrid
Por supuesto, está La casa del Incesto, o Hijos del Albatros, pero si de verdad quieren conocer a Anaïs Nin, no hay duda, hay que leer sus Diarios. La obra de su vida, el inacabable Diario que ella vivía como una obligación y un estudio personal, pero también como la única manera real de entender su existencia. Los actos volaban, las palabras perduraban.
"Si de algo habló Anaïs durante toda su vida fue del sexo y del erotismo, del encuentro entre cuerpos y de su ausencia"
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«Me niego a vivir en el mundo ordinario como una mujer ordinaria. A establecer relaciones ordinarias. Necesito el éxtasis. No me adaptaré al mundo. Me adapto a mí misma».
Ese diario, se ha contado en infinidad de ocasiones, nació como una larga carta de una niña de once años a su padre, Joaquín Nin, un compositor de ascendencia española. Se alargó después hasta la muerte en una búsqueda inacabable de emociones, más de razones, de estudio literario y de elaboración del lenguaje y de lo prohibido. Porque si de algo habló Anaïs durante toda su vida fue del sexo y del erotismo, del encuentro entre cuerpos y de su ausencia. Casada, pero con mayor peso y mayor satisfacción cuando era amante, fiel a la verdad pero con una capacidad de ficcionalizar lo ocurrido superior a cualquier novelista, quien quiera entrar en la vida de Anaïs Nin se perderá entre lo que sucedió y lo que ella deseaba, lo recordado y lo anhelado.
El diario de Anaïs Nin, a veces expurgado, casi siempre reducido, la mayoría intrascendente, supone meterse en una mente ajena. O no, quizás en la nuestra. Divaga y se centra, gira en pensamientos y en sensaciones hasta que abruma, y después se olvida de todo ello. Solo hay algo que se le pueda reprochar: la constante falta de humor. Se toma tan en serio a sí misma que resulta insoportable. La abrumadora intensidad emocional solo se tolera si nos pertenece. Presenciar la ajena es mucho más aburrido.
Y, desde luego, Anaïs no se aburría: fue joven en los años 20, vivió en Francia y en Estados Unidos, amó y fue amada por Henry Miller (a quien también divinizó, como parte que constituía de ella), por Gore Vidal, por Lawrence Durrell. Los límites de esos amores resultan, como casi todo en ella, confusos. Comenzó una carrera como modelo que quizás explique bien su actitud futura: comenzaba ofreciéndose, se prestaba a ser observada, pero, casi sin que se diera cuenta, dejaba de ser musa para convertirse ella en el artista, en quien describía, o pintaba, o retrataba.
Leve, casi de puntillas, se convertía en alguien imprescindible. Los jóvenes, a los que frecuentaba cuando se encontraba enferma y ya mayor en California, la adoraban por lo que representaba, casi más que por lo que era: porque no podían ni siquiera intuir lo que era. Pero para esos muchachos de finales de los 60, esos escritores que encontraban ya todo hecho en el lenguaje, Anaïs había abierto el tabú como si fuera una granada, con el mismo misterio y el mismo cuidado con el que hacía todo. Sabía de literatura lo suficiente como para tutear a cualquier clásico contemporáneo, era profesora universitaria y una buena crítica: pero eso era demasiado banal. Su vida, su cuerpo, su deseo, fueron la obra que construyó durante toda su existencia. Y lo que escribió se convirtió en la crónica con la que recordar, precisamente, esa obra fugaz.