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Buenos aires en los estadios

Con motivo del Día Sin Tabaco, Félix A. Morales hace una reflexión acerca de fumar en los estadios, una carta abierta al fútbol español

Getty Images

Madrid

La historia del cigarrillo es fascinante y mortífera. Una vez conoces su gestación hace poco más de un siglo y su fulgurante expansión planetaria posterior, es imposible volver a mirar del mismo modo a este artefacto moderno de consumo de masas que, por situarnos, ha matado a más gente que las dos grandes guerras mundiales juntas. Sigue haciéndolo, a razón de 7 millones al año, de los cuales unos 6 millones son fumadores y casi otro millón, no fumadores expuestos a su humo. ¿En España? 150 personas le deben su adiós a este mundo ¡cada día!

Entiéndase bien lo siguiente: el abajo firmante mira con lástima a las personas fumadoras, pero no por prepotencia o condescendencia sino por saberlas víctimas de una adicción complejísima (les iría genial ayuda, que la hay; razón en su Centro de Salud). Las personas fumadoras son presas de una de las principales amenazas que hemos enfrentado (Organización Mundial de la Salud dixit), cimentada sobre ciencia corrupta, gobiernos incapaces y consumidores de todo sexo y edad inermes ante el mayor derroche de mercadotecnia que ha visto el ser humano.

Me encanta contar —y recrear— en aulas de instituto su relato terrible, descubriendo con chavales asombrados la visión de James Duke y la máquina de James Bonsack, los bebés y enfermeras anunciando tabaco, los científicos comprados, las incontables vidas salvadas por el sencillo y genial experimento de Doll y Hill, los macrojuicios norteamericanos contra la industria y sus trapos sucios aireados públicamente, la prohibición de sus patrocinios (que, por ejemplo, hizo que la Fórmula 1 estuviese al filo de su desaparición)…

Y con todo y con eso, uno de los mayores carcinógenos conocidos sigue fácilmente accesible en cualquier esquina por un par de monedas de euro. Cierto es que, sobre todo en este primer tramo de siglo XXI, nuestra sociedad se ha dotado de algunas políticas eficaces para defendernos (no así, por desgracia, en otros lares). Pero hay margen para seguir: subiendo el precio (y no, al Estado no le sale a cuenta lo que percibe por los impuestos del tabaco; a la sociedad le cuesta dinero que la gente fume; Francia lo tiene claro: en 2020 cada cajetilla costará 10 euros), implantando el empaquetado neutro o dejando fumar en menos sitios.

Lo anterior viene a cuento, amén de por mi dedicación a la promoción de la salud y la divulgación científica, por mi reciente asistencia al derbi del fútbol canario entre el CD Tenerife y la UD Las Palmas, junto a mis dos pequeñajos, picados también por el gusanillo de la pelota. Fue un disfrute enorme, pero no pleno, por dos detalles: que mi mujer canariona tuviera el corazón dividido y que a nuestro lado hubiese varias personas fumando y afectando con su humo letal a quienes les rodeábamos.

No apelaré a la educación ni al difícil autocontrol de quienes sufren una adicción y cuya libertad de elección ha estado mutilada (no va de eso la cosa; si no, no habríamos aprendido nada). Apelaré, a falta de valentía gubernamental, a la responsabilidad de las personas que rigen los clubes deportivos de todo el país, a La Liga, a la Federación; a quienes pido abierta y públicamente que prohíban fumar en los estadios. Pueden hacerlo, ahí están los ejemplos de Mestalla, el Camp Nou, Anoeta o San Mamés. Deben hacerlo: por una razón ineludible de salud pública, por respeto a sus propias aficiones y, si se quiere, por ajustar cuentas con la historia —fascinante y mortífera— del cigarrillo. Y toda la suerte en todo lo demás.

 
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